Saturday, July 11, 2020

Mi papá Rafael: anécdotas.- (1).-

Tomado de Grandes Nostalgias.

Gallo y machete.

Como en todas las casas de campo en mi casa también había un Patio de Gallinas. Ciertamente nunca hubo una gran cantidad de aves de corral. "Gran cantidad", digo, en el sentido de ser dueños de cientos de gallinas ponedoras, de cientos de pollonas y de pollones y  de varios gallos sementales. Había un buen Patio de Gallinas y nunca faltaba el pollo cantón que se destinara para un gran fricacé, la linda polloncita con magnífica "pinta" para convertirse algun día en gallina madre ni el gallo padre encargado de hacer su trabajo de cada amanecer. Jamás mis padres hicieron dinero con nuestro patio de gallinas como no fuera a manera de excepción. Los animales del patio elegidos para multiplicarse y para comer no tenían precio. Y en verdad comíamos bastante carne de pollo. Mi mamá también hacía magníficos fricacés y se botaba unas carnes de pollo con papas que lograban que terminaras por chuparte los dedos. Pero su bien ganada fama como chef de frijoles negros, de bistec de res en salsa de tomate, de raspa de arroz blanco y su famosísima zambumbia a partir de viejas borras de café fueron capaces de opacar, hasta cierto punto, a sus monumentales comidas preparadas con bichos emplumados. A veces las gallinas de María Ledemiguel se aparecían por la casa. Con toda su familia. Que incluía a pollos con magnífica estampa como para convertirse en los futuros gallos y a sus propios padres. Era muy frecuente que los pollos con repunte a gallo y los gallos de ambos patios se fueran a los picos y a las espuelas en cuanto estuvieran a menos de un metro de distancia. Pero en un final no eran gallos finos. De modo que se trataba mas de un aspaviento forzado que de peleas de verdad. De todas formas siempre terminábamos por desapartarlos como se hacía con los vecinos humanos rebozantes de testosterona. Generalmente siempre había alguna gallina poniendo y mi mamá era experta en encontrar sus nidales alrededor de la casa, debajo del cocal y en el faldeo del río. También era experta en "tentarlas". Cuando alguna gallina comenzaba a cantar y se dirigía a un sitio repetido - algo que también hacían las polloncitas primerizas - mi mamá sabía que estaban poniendo o lo iban a hacer de un momento a otro. De modo que las engañaba echándole algunos granos de maíz en el piso de la sala para que se acercaran, las cogía por sus alas y le metía el dedo en el culo o al menos se lo colocaba en el borde exterior haciendo presión hacia adentro. Aunque no tocara al huevo ella sabía "si estaba poniendo". A veces colocábamos sobre el nido alguna yagua de palma o algún gajo de bienvestido para que no se mojara cuando lloviera ni le diera mucho sol y para saber en donde estaba y no perder tiempo cuando quisiéramos un huevo para freír o salcochar o tres o cuatro para hacer una tortilla. Eran los tiempos en que aún no conocíamos los "huevos de granja", blancos "como la leche" y con un sabor emanado  del pienso que no nos gustarían para nada en el futuro. Entonces los huevos de gallina tenían la yema "amarillita" debido al maíz con que se alimentaban y con un sabor especial que le daba el alimento típico del campo libre. Mi mamá también era un fenómeno friendo huevos de yema amarilla. Muchas veces dejábamos de comer frijoles por la tarde para mezclar el arroz blanco con aquellas yemas con sus claras blancas alrededor que estaban en el punto exacto en que no se percibían ni muy duras ni muy crudas. Una pizca de sal y se convertían en una verdadera delicia. Una tortilla confeccionada por mi mamá era uno de los mejores manjares que podía degustar la familia. La tortilla de huevos criollos no llevaba otra cosa que sal, cebolla, ajo, ají, una pizca de sal y aceite vegetal. Y batir bien los huevos antes de verterlos en la sartén. A veces, cuando no había aceite, mi madre usaba manteca de cerdo y aunque también le quedaba riquísima uno se daba cuenta de que para una tortilla de huevos de verdad lo insustituible era el aceite de comer. En otras ocasiones le echaba lazcas de papitas fritas y la tortilla crecía y mejoraba mas allá de que sabíamos que con papitas fritas la tortilla casi que dejaba de ser una tortilla stándar. Cuando la gente comía las tortillas de huevos que hacía mi mamá le encontraban una textura especial y nadie se explicaba por qué motivos le quedaba tan perfectamente tostadita por los dos lados. Mi madre tampoco lo sabía. Excepto que no sabía por qué lo sabía sin saberlo. Recuerdo que cuando alguien quería comerse un huevo salcochado - "hervido", decían en otros lugares - mi madre lo echaba en una lata vacía de leche condensada mediada de agua, le golpeaba en la punta para romperlo un poquito y lo ponía sobre una plancha de cinc en el fogón. Para el caso de que los cuatro fuéramos a comer huevos salcochados entonces hacía lo mismo pero entonces los vertía en un caldero y colocaba el caldero sobre los hierros del fogón. Cuando los huevos "estaban" los enfriaba un poco con mas agua "fría" del cubo y le sacaba la cáscara con sus uñas y entonces los partía con el cuchillo y le echaba una pizca de sal. Las yemas, duras, no tenían el color amarillo intenso de las yemas fritas porque el calor les daba un color semigrizáceo pero también tenían un sabor excelente. Aunque los huevos salcochados - nosotros preferíamos decir "sancochados" (con n) podían ser parte de una comida normal a mí siempre me gustó comérmelos solos con una pizca de sal e incluso me gustaba descascararlos yo mismo. Pero era necesario comérselos calientes porque un huevo salcochado "al tiempo" no es tan agradable al paladar mas allá de que se trate de un huevo de gallina criolla. Podía ocurrir que mis padres no hubieran encontrado algún nido de gallina ponedora cerca y entonces mi padre salía a tratar de localizarlo del otro lado del patio de la casa, del cocal y de la orilla del río. Posiblemente cuando se topaba con el nido los huevos no fueran de las gallinas de nuestro patio. Y como al parecer los nidos estaban cartografiados por sus dueños - que podían ser la gente de Miguel Lagata o la gente de los Gocéndez- muchas veces mi padre fue acusado de "robar huevos". Quizás fuera una acusación "irrelevante" pero cuando yo oía que en casa de Lagata le decían "Guachinango Robahuevos" ello me molestaba sobremanera. No tenía la menor idea del significado de la palabra "guachinango". Años mas tarde "sabría" que "guachinango" era un personaje de algún cuento infantil que se dedicaba a robar huevos. Pero jamás he encontrado un libro infantil  que cuente esa historia. Sin embargo sí sé que se trata de un lugar de México y que hubo, bien atrás en el tiempo, un dinosaurio mongol que "robaba huevos".  Por tanto jamás he podido explicarme de donde la gente de mi barrio - generalmente analfabeta - sacó el susudicho nombre para denominar a mi padre. En realidad mi padre no le daba importancia al calificativo porque sabíamos que cuando en alguna casa deseaban comerse una tortilla o un huevo frito y sus gallinas no estaban poniendo cogían los huevos del primer nido que se encontraran. Mi papá tenía una facilidad asombrosa, sin embargo, para encontrar y capturar al pollo cantón que estaba en la cola del próximo fricacé. Casi siempre gran parte del patio de gallinas andaba por los campos picoteando hierbas y solo regresaba al caer la tarde para subirse al palo y "acostarse". Mi padre salía de la casa y prácticamente se dirigia directo al sitio en donde estuviera comiendo el pollo condenado al caldero. Lo traía sujetado por las patas y como ya mi mamá tenía el agua caliente para pelarlo - decíamos "pelarlo" aunque lo que tenían las aves de corral eran plumas -  pues enseguida le retorcía el pezcuezo tres o cuatro veces y el pollo moría en un santiamén de tres o cuatro patadas de agonizante. Mi padre sabía como retorcerle el pescuezo a un pollo sin quebrárselo. Algo que años después me costaría muchísimo aprender. Podía ocurrir que el pollo de pescuezo retorcido demorara en darle la "patá al testero". Entonces la liturgia de mi mamá le decía que había que hacer una cruz con su cuerpo en la tierra y dejar que se muriera sobre ella. En casa teníamos gallinas de todos tipos. Moñudas. jabadas, capirras, pescuecipeladas, enanas, quícaras y hasta tuvimos aquella famosa gallina fina que me regaló Tíonene a la que yo le decía "capinga" porque me parecía que no era fina de verdad y porque no me gustaba "pronunciar" la palabra "capirra". Pero como no teníamos una gallina con clase real un día mi papá consiguió una gallina "cornie" - cornisch - que era una preciosidad. Decían que era de una raza "americana", muy esbelta, de patas y muslos largos, pechuga ligera y amplia y una carne exquisitamente delicada.  Sus descendientes crecían mas que las gallinas criollas y tenían un color gris carmelitoso con puntadas marrón y picoteaban y caminaban como si fueran los reyes y las reinas del Patio. El primer parto de nuestra "gallina cornie" fue fruto de su relación con el gallo indio semental. De modo que los pollitos salieron solo medio "cornies". Poco a poco fuimos depurando la raza hasta que uno de los pollos cantones que se convirtió en gallo fue considerado "puro". Y entonces continuábamos teniendo un patio de gallinas mixto pero en ocasiones nos dábamos cuenta de que la última camada era "cornie total". Cuando vivíamos en la segunda casa y mi padre murió y por algún motivo nos habíamos quedado sin cría cornie la señora de Liodo Cordero  - el hombre de clase media de Dolores y dueño del molino de trillar arroz - me vendió una pollona cornie en seis pesos y volvimos a criar gallinas de "raza americana".  Con el tiempo también sabría que la raza cornisch era en realidad una raza inglesa con la que había tenido que ver el famoso militar Walter Raleigh quien tenía la intención de conseguir una raza que produjera gallos de pelea y lo que había conseguido finalmente era una raza de carne fabulosa en la que los gallos se caracterizaban por su cobardía congénita. El hecho de que en mi casa no vendiéramos gallinas ni pollos no implicaba que no "saliéramos" de ellos. Había varios motivos por los que regalábamos alguna "gallina" vieja o algún pollo cantón. Digamos, para una "sopa de gallina vieja" cuando alguien estaba muy débil debido a determinada enfermedad. O para un "caldo de pollo" cuando alguien necesitaba algo ligero y potente con que combatir debilidades y falta de apetito. Se aseguraba que ambos platos eran capaces de "levantar a un muerto". Capturar al pollo destinado para el fricacé de turno no era una tarea  fácil. Si estaba cerca de la casa había que cogerlo corriendo detras de él. Y eso no era un jamón. El pollo se escapaba haciendo fintas porque las aves de corral no vuelan como no sea para subirse al palo a la hora de dormir. Toda la familia le caía atrás hasta que el pollo, cansado, terminaba en nuestras manos. Otras veces había que tirarle objetos que lo lastimaran o achujarles al perro Barry que - por cierto - fue el primer perro que tuvimos en la casa y que terminó por no perderle "ni pie ni pisada a mi papá" aunque se trataba de "mi perro". Barry siempre lograba capturarlos. A menos que se colaran en lugares inaccesibles para él. Porque la trampa de echarles granos de maíz para engañarlos y que se acercaran no siempre funcionaba. Las aves de corral son muy mansitas pero conocen cuando están en peligro y son muy desconfiadas. No creo que pueda asegurar que las aves de corral "no vuelan". A veces lo hacen. Cuando están asustadas, cuando tienen que pasar una cañada crecida o cuando algún perro las persigue. Yo creo que entonces se acuerdan de que también tienen alas y levantan el vuelo de manera involuntaria. He visto a gallinas volar mas de cincuenta metros con vuelo rasante. También a guanajos y a gallinas de guinea. Lo que pasa es que la mayoría de sus alimentos están en el suelo y por eso es que prefieren picotearlos ahí mismo y de paso esperar a que sus dueños les compartan los alimentos "artificiales". Entonces, para qué querrían volar. Me gustaba mucho ver a todo nuestro patio de gallinas prepararse, al caer la tarde - cuando estábamos sentados en el patio sur después de la comida - para subir a la mata de aguacates verdinos y a la de chirimolla. Recuerdo que enseguida se dormían sobre alguna rama y recuerdo que siempre me preguntaba por qué no se caían si no tenían con qué aguantarse. Mi padre me aclaraba que tenían "un pegamento en las patas que no las dejaban ni moverse del gajo". A veces yo me llegaba a la mata de aguacates verdinos con la linterna de pilas y las alumbraba. Apenas se movían pero me daba cuenta de que sabían que alguien las estaba vigilando. La rutina de levantarse por la mañana era otra cosa. Mientras me preparaba para irme a la escuela yo las sentía aleteando y volando hacia la tierra con aspavientos de alegría matinal. El gallo se tiraba del palo primero y las esperaba para pisar a las que estuvieran alborotadas. El gallo les hacía la corte a las mas difíciles de conquistar hasta que terminaban por caer en sus garras. Entonces remeneaban sus alas y se sacudían después del "palo" mientras se dirigían a "desyunar" con lo primero picoteable que encontraran en el patio.  Años mas tarde - cuando me encontré con gente que contaba chistes picantes mas que fábulas educativas - escuché un magnífico chiste sobre gallos.  Pasaba que el gallo semental de un patio era un gallo insaciable y prácticamente violaba a las gallinas que no quisieran acoplarse con él. Su dueño - que tenía alguna manera misteriosa de comunicarse con su gallo ( ni siquiera conocía a Conrado el del gallotorra) - le había dicho que se dejara de tanta mariconá con las gallinas no disponibles pero el gallo no le hacía caso. Una mañana  su dueño lo sorprendió tendido bocarriba y con las patas abiertas sobre la hierba de un pequeño potrero que había como a cien metros de la casa. El dueño pensó que su gallo se había muerto y se dijo que seguramente ello se debía a su deseo insaciable de tener sexo con las gallinas y que tanta práctica había terminado por pasarle la cuenta. Así que se agachó y trató de cogerlo por las patas para llevárselo y enterrarlo debajo del palo en donde dormía con el resto de su harén. El gallo se zafó de la garra de su mano, le tiró un picotazo y el hombre asumió que le dijo "déjame quieto, comemierda, que estoy esperando porque el aura hembra crea que estoy muerto y baje para comerme y templármela también". Como yo estaba acostumbrado a "verle" la "picha" a todos los animales del campo (en todos sus estados) un día le pregunté a mi papá que por qué a los gallos no se les veía la suya. Recuerdo que el Viejo meditó la respuesta antes de contestarme "porque la tienen muy chiquita y la tienen a un lado del mismísimo culo". El chiste del gallo eternamente exitado también tenía un agregado. Cuando Dios repartió las pingas a los animales lo hizo a medida que iban llegando al Estrado Celestial porque él les había avisado con tiempo para que vinieran al Gran Acontecimiento.  El gallo había sido el último en llegar y cuando vio la basura que Dios le ofrecía como tranca soltó un largo cantío quiquiricoso y dijo "esta mierda mejor me la meto en el culo". Aunque era muy difícil que mis padres sacrificaran a las pollonas - eran las futuras madres - a veces había tantas que entonces no quedaba otra alternativa que comérselas porque no se podía "saturar al patio" a pesar del gran espacio que tenían para vivir y procrear. Pero siempre se escogían para el caldero a las de menos pinta. No recuerdo a ninguna gallina que se hubiera muerto de vieja en la casa. Pero sé que hubo varios decesos. En verdad las gallinas viejas nunca se comían a menos que se necesitara de ellas para un caldo especial. Y no siempre había enfermos en la familia ni en el barrio. También podían usarse como mercancía de trueque con la gente de la ciudad. Solo recuerdo a dos gallinas muertas en nuestro patio. Y fue en el patio de la segunda casa cuando mi padre había muerto y yo estaba al frente de la finca. Una de ellas apareció una mañana muerta debajo de la mata de mangos de chupar, cubierta de hormigas bravas y con las plumas como petrificadas y la otra se murió de hambre mas que de vieja porque fue en la época en que mi tío Neno y yo aramos casi todo el potrero para sembrar arroz de rendimiento y tuvimos que encerrar a casi todo el patio en un pollero hasta que el arroz naciera. Recuerdo que se trataba de una gran gallina medio cornie que tenía los dedos de sus patas jorobados y con algún tipo de hinchazón en ellos. La saqué muerta del pollero - que estaba al oeste de la mata de manga de chupar, debajo de una mata de guayaba y al lado de la mata de toronja - al sur de la casa -  con mucho dolor. Por cierto ese año no cayó ni una sola gota de agua sobre nuestras tierras. El arroz que sembramos en el nuevo campo del potrero - roturado de urgencias, además - apenas nació y el campo tradicional no llegó ni a espigar. Tuvimos que comprar arroz - por primera vez - para comer en Mayajigua. Fue el último golpe que recibí en mi etapa de campesino antes de dejarlo todo y mudarnos para Cabarién. Dos errores que todavía estoy pagando. Un poco mas de espera por las lluvias y se nos hubiera muerto todo el patio de gallinas. Para entonces teníamos un patio tan grande que en ocasiones matábamos hasta dos pollos a la vez. Yo había priorizado la cría de aves de corral y nos había ido muy bien. Recuerdo que cuando nos mudamos para la ciudad le dejamos casi todas las gallinas ponedoras a Tía Celín, la mujer de Tío Pedro, en su casa de Guayabales - por entonces los ladrones de gallinas nos habían dado algunos golpes - y que le dijimos que nos regalara algún pollo "cuando le pareciera". Situación que se hizo efectiva durante algún tiempo hasta que todo el mundo se olvidó del patio trasladado para Guayabales cuando Tíopedro tuvo que eliminar la cría. Las aves de corral tienen una manera muy peculiar de pasar un aguacero. Recuerdo que me encantaba sentarme en la puerta que daba para la casa de María Lademiguel mientras el diluvio se desparramaba sobre todo el barrio. Cuando se acababan los relámpagos y los truenos y el viento amainaba entonces el aguacero caía a plomo y parecía que el agua sobrepasaría el techo de guano de la casa. Todo el patio se guarecía debajo de las grandes matas de los alrededores. Pero, sobre todo, lo hacían debajo del sobrante del techo en uve que caía sobre las paredes. Allí, con la cabeza levantada y con las alas bien pegadas al cuerpo y sin apenas moverse esperaban a que pasara el temporal y a mí se me parecían a "pinguinos de tierra firme". A aquellos pinguinos "de frío" que había visto en los libros que me había regalado Lilya Ferrer. Cuando acababa el aguacero y las últimas gotas se desprendían de los aguijones del guano, las aves de corral salían de debajo de su guarida, se sacudían las alas y comenzaban a comer como si el aguacero solo hubiera sido un espejismo de temporada. Debajo del nuevo sol reverberante. En casa teníamos tres fases para preparar un pollo para comer. Todos trataban de cogerlo. Mi papá le retorcía el pescuezo. Mi mamá se encargaba del resto. El "resto" consistía en meterlo completo en el caldero con agua hirviendo y dejar que las plumas se ablandaran. Después le quitaba cada una de las plumas y las iba echando en una manta de saco que ponía a su lado, sobre el piso o las botaba para el patio oeste, detrás del fregadero. Para entonces tenía listos algunos cartuchos rotos de la Tienda de Juanito o pedazos de papel amarillo del papel de planchar la ropa y les prendía fuego sobre la canal del fogón. Cogía el pollo por las alas y por las patas y lo pasaba sobre el fuego para que se fuera todo lo que le había quedado y terminaba por arrancarle los últimos cañones de las alas con la punta de sus dedos. Finalmente lo lavaba de nuevo y lo colocaba sobre un picador de madera para comenzar a prepararlo. A veces me permitía que yo le ayudara con la rutina. Me encantaba mover al pollo sobre la candela y me encantaba el olor que producía el fuego sobre su carne cruda. Para entonces el gato estaba posado al lado de sus pies, esperando su merienda. Su merienda consistía en la punta de los dedos y en la punta de las alas  y en la cabeza. Hasta tanto mi madre abriera al pollo y le achara toda las "mundicias" de su interior. Todas las mundicias no eran desechables. Porque el corazón - al que yo llamaba "pichita" -. el hígado y la molleja (después de limpiarla bien y de quitarle como una especie de pellejo sintético que tenía en su interior: la molleja era el estómago) eran separados cuidadosamente porque fritos eran uno de los manjares mas exclusivos del pollo. Entonces mi madre sí utilizaba la manteca de puerco. Muy pronto el pollo quedaba trozado en pedazos casi idénticos. Recuerdo que mi mamá no botaba ni las patas ni las alas ni el pezcuezo. Con ella aprendimos a degustar esas partes del pollo que muchas mujeres casi siempre desechaban porque desconocían el sabor fantástico que poseen cuando son sometidas al mismo proceso que el resto del pollo. Aunque mi madre nos dejaba compartir esos "sobrantes" generalmente era ella quien se los comía porque como el "espinazo" - el lomo huesudo - eran las partes del pollo que mas le gustaban. Yo no le creía porque pensaba que lo hacía porque se comportaba como madre protectora y esposa perfecta. Sin embargo su eterna pasión por sacarle hasta el último gramo de carne a los huesos y por chuparlos hasta que no quedara nada - algo que heredé - me permitió comprender que su comportamiento como madre y esposa iba aparejado con su gusto por llegar hasta la partícula final del bicho. Recuerdo su preocupación por los huesos traicioneros y por las "espinas" que tenían los pollos. Sobre todo por la espina hueso muy fina que tiene el muslo del pollo al lado del hueso normal y que ciertamente si hay un descuido es posible que se meta en la boca, se masque y se vaya al estómago con el resto de la fibra. Debo decir que un fricacé de pollo en salsa de tomate es un verdadero acontecimiento. Pero siempre ha de perder ante un fricacé de carne de res en salsa de tomate. Aunque lo pudiera volver a preparar mi mamá. Quizás el gran evento que se desarrolla en un patio de gallinas sea el "parto". Cuando crecí lo suficiente como para comenzar a hacer poesía de todo lo que me rodeaba llegué a la siguiente conclusion. Una gallina alborotada es un animal en celo. A un animal hembra en celo se lleva al macho para que la preñe. Cuando queda preñada la barriga comienza a crecerle. La barriga de la gallina no puede crecer porque cada vez que tiene un huevo listo lo pone y no lo conserva. De modo que tiene la barriga siempre vacía. Mientras las otras hembras sienten como crece en sus barrigas el feto que llevan dentro una gallina no siente nada hasta que termina de poner los huevos que ha sido capz de producir - muchos de los cuales han sido consumidos por la familia dueña que sabe cuantos quiere para que "se eche" - y se pone sobre ellos para darles el calor que necesitan para ser empollados. Entonces comienza a sentir como sus huevos se van llenando de los futuros pollitos y es tanto lo que aman a sus crías que apenas salen a comer cuando ya no pueden soportar el hambre que las atenaza. Andan por el patio como sonámbulas, parecen tristes y ajadas y picotean hierbas y tragan maíz como si lo hicieran por obligación. Solo piensan en regresar al nido que empollan. Cuando las hembras de barriga crecida aún esperan al hijo que nacerá en algunos meses mas la gallina sabe que ya sus pollitos están listos para salir del cascarón y comienza a removerlos y a "apiquiciarlos" en el nido hasta que el primer piquito rompe el primer huevo. Han pasado dos semanas y fracción. Entonces todo es cascarón roto, ayuda de mamá gallina y las moticas de todos colores que copan el nido hasta que se termine el parto y mamá gallina salga al exterior con su maná bellísima. Todos celebran la maná - incluso los vecinos - y muy pronto los pollitos comen solos, comienzan a retozar y a fajarse con sus hermanos y a encaramarse encima del lomo de su madre y a guarecerse debajo de sus alas cuando el temporal se desborda de los cielos nublados. Muy pronto - todavía las hembras de barriga al explotar no han hinchado sus labios y están en el penúltimo antojo - la maná crece despavorida, pasa del arrollón de maíz al grano entero, los padres "regalan" pollitos a sus hijos, se seleccionan las hembras de buena pinta para que se conviertan en futuras madres y los pollos con estampa para que tal vez se vuelvan gallos jóvenes en el futuro. Aunque los gavilanes siguen volando, los jubos están al acecho y los majases siguen agazapados en sus guaridas mimetizadas mamá gallina también está atenta y casi siempre consigue ganar la pelea contra los vecinos depredadores. El resto de la maná está condenada al caldero y a la suprema maestría culinaria de Laniña. Recuerdo que en los patios del barrio generalmente solo se criaban gallinas. Como excepción Adolfina la de Pablo tenía un buen patio de guanajos y quizás Bille la de Belillo también. No estoy seguro. Tampoco recuerdo si la cría de guineos estaba en casa de Tía Estela o en casa de Justino. Sí recuerdo que los guineos eran capaces de volar rasante distancias considerables cuando algo los perseguía. Aunque en mi casa no éramos muy fanaáicos de la carne de guanajo un buen fricacé de guanajo nunca era desechado. Conseguir un guanajo - casi siempre se conseguía cuando venía una visita - equivalía a cambiarlo por pollos o por comida incluso fuera del barrio. Un guanajo siempre fue muy caro, por demás, y los campesinos preferían vendérselos a la gente del pueblo y hacer trueque con los vecinos. Mi mamá siempre  quiso tener su cría de guanajos pero mas allá de que el patio no "daba para tanto bicho" algo pasó que no había sido posible. Hasta que alguien le regaló una "pichoncita" de guanaja - posiblemente Adolfina - y muy pronto la cría se disparó. Repito: los pichones se vendieron casi todos o se regalaron algunas hembras para que llegaran a ser guanajas madres pero en verdad no recuerdo que pasó con los guanajos de mi mamá porque muy pronto desaparecieron del patio.
Nuestro gallo indio semental tenía una manía que en verdad sacaba de quisio a mis padres. Era un gallo muy normal, de tamaño stándar y muy bonito con sus plumas casi rojas y su cresta sanguínea y su rabo mezclado de colores siempre enhiesto. Era un buen gallo de patio y como todos los gallos padres no permitía que el gallo de Miguel Lagata se acercara a su Predio. Pero a nuestro gallo le encantaba sentrar a  la sala de piso de tierra cuando tenía ganas de cagar y soltar su mierda por todas partes. Sobre todo cuando mi mamá lo acababa de barrer y de regar con esquirlas de agua. Mi mamá lo espantaba con la escoba seca de racimo de palmiche y a veces lograba darle un buen mochazo. El gallo no escarmentaba. Siempre regresaba a su excusado particular. Muchas veces mi hermana y yo - que casi siempre andábamos descalzos - terminábamos con las plantas de los pies cagados y otras tantas mis padres y los forasteros pasaban por el mismo calvario en las suelas de sus zapatos. Hasta que mi padre se cansó. Una tarde lo esperó en el cuarto matrimonial y cuando el gallo soltó su plasta sobre el piso de tierra se le abalanzó y logró cogerlo por una de sus patas. Se encaminó hacia el durmiente sur de la casa, logró acomodar sus dos patas entre los dedos de su mano zurda y lo depositó sobre el madero. Lo haló hasta que su pescuezo estuvo exactamente sobre aquel. Sacó su machete chino Gallito de la vaina de piel y descargó el golpe. Cuando dijo "ya está, se acabó la historia del gallo cagón". mi hermana, mi madre y yo nos acercamos. Mi padre había hecho el trabajo solo. De modo que apenas pudimos ver la sangre sobre el piso, la cabeza y el pico inertes debajo del fondo de la puerta y al cuerpo del gallo sobre la hierba del patio sur. Mi hermana y yo, alucinando, no pudimos decir nada. El gallo - como todos los animales de la casa - era parte de la familia y nadie pensaba que nuestro padre lo fuera a matar solo porque se cagaba en la sala. Estuvimos a punto de echarnos a llorar pero la cara de rabia de mi padre nos cortó las lágrimas. Vamos a ver si ahora se vuelve a cagar este gallo maricón - gritó. Mi mamá lo miró con aquella su cara que quería decir "piazo e animal", recogió la cabeza ensangrentada y llamó al gato. Después salió al patio y levantó al resto del gallo por una de sus patas y llamó a María. Porque en mi casa no se comía gallo: por eso teníamos mucho cuidado en evitar que los pollos comenzaran a cantar con aspavientos de futuros gallos padres. Como todavía el pollo cornie no estaba listo el gallo de Miguel Lagata - ahora sin competencia - se hizo amo absoluto de nuestro patio. Como todo Nuestro Patio entraba a la casa cuando le daba la gana y se cagaba sobre el piso cuando le daba ganas de cagar mi padre controló la furia de su Gallito y no hubo mas remedio que tratar de espantar a los animales alados cuando se acercaban al interior de la casa. Nunca he podido comprobarlo pero siempre oí decir que el frío del piso de cemento y la frescura de la tierra batida hacen que las aves no puedan controlar sus esfínteres cuando caminan sobre ellos. Jamás he dejado de recordar el gallicidio cometido por mi padre aquella tarde de mi infancia cada vez que la imagen de un gallo - o una conversación relativa - sorprenden a mis oídos o a mis ojos.

Sweetwater, Miami, Florida.
Usa.
Julio 11 del 2020.
Luis Eme González.








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