Thursday, June 4, 2020

Algodones 1978: estudio en escarlata.- (1).

Tomado de Nostalgias Medias.


Las autoridades del Comité Militar de cada municipio del país citaban a todos los jóvenes que hubieran alcanzado la edad para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio, se cercioraban de que no estuvieran estudiando en ningún nivel de la Enseñanza y les avisaban de que en cualquier momento los volverían a citar para darle las informaciones pertinentes. Los estudiantes no tenían nada que ver con el Servicio Militar Obligatorio -  nada que temer - y cuando se graduaban eran aplazados hasta que cumplían veintiocho años y desde entonces pasaban a formar parte de la Reserva, lo que incluía participar en cada una de las movilizaciones de rutina que les preparaba para la eterna "defensa de la Patria". Cuando dejé de ser maestro multipropósito en la Escuela de Construcción Industrial de Caibarién en el año 1977 el Comité Militar de Yaguajay me citó para comprobar si ya había sido "eximido de mi seguridad" en el Ministerio de Educación o si todavía continuaba trabajando en el Ramo. Muy pronto me citarían de nuevo para el Reconocimiento Médico de ocasión en la ciudad de Sancti Spíritus, que desde 1976 - y a raíz de la Nueva División Político Administrativa que habían diseñado los "talentos" del Gobierno - se había convertido en la capital de la nueva provincia de Sancti Spíritus en donde yo había pasado a vivir gracias a esa ordenanza. Una mujer con bata blanca que pensé era doctora entró al gran salón - todos los convocados estábamos desnudos - y solo me auscultó las ingles, debajo de los testículos y me ordenó pujar como si estuviera de parto. Se fue sin decir nada y su silencio quería decir que yo estaba "apto" para el Servicio Militar Obligatorio. Luego sabría que lo que estaba buscando la mujer era alguna hernia inginal o testicular. Yo jamás había pasado del poblado de Jarahueca a donde me había llevado mi padre cuando era un niño de modo que me maravillé mirando el paisaje ligeramente montañoso que estaba al sur de la Cordillera del Norte de Las Villas, pasando por el centro de la ciudad de Cabaiguán -  en cuyos alrededores sabía que había montones de descendientes de isleños canarios, en donde sabía que se cosechaba un tabaco tan bueno como el tabaco de Vuelta Arriba, en donde sabía  que vivían algunas de las mujeres mas hermosas de Cuba y en donde sabía que alguna vez había estado la famosa Clínica del Doctor Barrios, la misma que albergó a mi tío Bura drante una de sus grandes crisis neurosiquiátricas -, por el poblado de Guayos y su gran central azucarero y recorriendo parte de la ciudad espirituana mientras el camión que nos llevaba intentaba encontar el lugar en donde nos harían el reconocimiento médico. Como el Llamado 14 del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT) al parecer andaba de urgencias nos volvieron a avisar que en Mayo deberíamos estar listos para partir a cumplir con el "Llamado de la Revolución". Algunos de mis antiguos compañeros del barrio que no se explicaban como yo "con lo que sabía" me había dejado "coger por el Servicio" y que al fin se habían convencido de que "el hijo de Rafael no sería periodista ni nada por el estilo debido a su lengua suelta", también eran parte de la gran comitiva que estaba esperando por los camiones que nos llevarían hasta Sancti Spíritus para desde ahí trasladarnos al lugar definitivo. Solo sabíamos que no estábamos destinados al Servicio Militar como tal sino a su gemelo el Ejército Juvenil del Trabajo, variante agropecuaria. Estaba decepcionado porque aún albergaba algunas esperanzas de continuar mis estudios superiores en caso de ser enviado a La Habana y de esa manera estar mas cerca de las instituciones universitarias y ver qué podía ocurrir al menos para finales del período trianual que llegaría en 1980. Por algún motivo - que tal vez haya sido logístico - nos devolvieron a casa hasta nueva orden. El "pase" adelantado nos duró muy poco. Tal vez mi papá haya ido conmigo a Yaguajay para la despedida pero no podría asegurarlo. En un final ya era un chico curtido que había tenido que recorrer demasiado mundo solo. El Junio fuimos convocados de nuevo y esta vez sí que los camiones estacados nos depositaron en el viejo Stadium de Beisbol de la ciudad de Santi Spíritus en donde debíamos esperar por los ómnibus que nos trasladarían hasta el destino final. Esta ocasión el Viejo no pudo acompañarme, de modo que solo me despedí de mi familia en mi casa de campo. Como algunos muchachos llevaban guantes y pelotas y bates pues se nos permitió bajar a la grama y estuvimos practicando un buen rato hasta que nos dieron un refrigerio ligero al que los encargados llamaron almuerzo. Muy cerca, al sur, estaba la Escuela Formadora de Maestros Primarios, en donde, pocos años después, intentaría graduarme de Instructor de Teatro. Finalmente nos avisaron de que nos congregáramos en las afueras del Stadium pues ya habían llegado las guaguas que nos llevarían hasta "Majagua, en Ciego de Avila". Fue así que supimos que pasaríamos el Servicio en otra provincia del país. No creo que ninguno de los futuros soldados hubiera oído hablar jamás de un pueblo llamado Majagua aunque todos habíamos oído hablar de la ciudad de Ciego de Avila que también - por obra y gracia de la Nueva División Político Administrativa - se había convertido en la capital de la nueva provincia homónima.  Las guaguas eran  GMC, Camberras - como las Camberras Americanas de Caibarién - pero me di cuenta de que se trataba de otro tipo de Camberra, mas estilizadas, con las ventanillas mas pequeñas y con los parabrisas partidos mas a flor de frente y mucho mejor conservadas que "las nuestras". Después sabría que eran de la Base de Omnibus de Placetas, posiblemente la mejor Base de Omnibus Camberra del país en aquella época. Alguien dijo que el viaje se iba a hacer por la Carretera Central. Lo que también sería una novedad para mí. Solo conocía a la Carretera Central desde Santa Clara hasta La Habana y desde Santa Clara hasta Placetas cuando el viaje Santa Clara/Caibarién se realizaba "Vía Zuluetas". La Carretera Central corría bastanta recta, custodiada por mucha vegetación y ciertamente rodábamos por un paisaje verde espectacular. Es verdad que Junio siempre es un mes lluvioso y la primavera estaba en su esplendor. Muy pronto llegaríamos al pueblo de Jatibonico - técnicamente un pueblo mas que un batey - con su gran central azucarero y su gran puente de hierro de corniza ovalada sobre el río homónimo. Algunos habíamos oído hablar del pueblo de Jatibonico por el río que pasaba por su porción oeste y por las clases de Geografía y porque también sabíamos que el Río Jatibonico del Norte (había dos Ríos Jatibonico)  desembocaba en el mar, al norte de Mayajigua, y que el Jatibonico del Sur desembocaba en la Costa Sur. Sin embargo no creo que tampoco nadie supiera de que Jatibonico alguna vez había sido parte de la provincia de Ciego de Avila. Quizás cuando digo "algunos sabíamos" debiera decir "sabía" pero prefiero incluirlos a todos por un asunto de solidaridad intelectual. Iba sentado a mediados de la fila norte de butacas, sector ventanilla, y aunque la distancia y las cabezas de los muchachos me impedían observar el frente y el otro lateral viajaba muy atento al cartel que demarcaría la entrada de la provincia de Ciego de Avila. Por algún motivo, a pesar de mi dedicación gráfica, el detalle se me escapó. La Camberra dobló al sur y unos cientos de metros después pasó al este de una especie de Círculo Social que estaba a la orilla de otro río - el famoso lugar de esparcimiento llamado Campo Hatuey, a la vera del Río Majagua, que tanto visitaría meses mas tarde - que calculé sería el río al que acabábamos de dejar atrás en la Carretera Central. Poco antes de entrar en el pueblo de Majagua el terreno de pelota del Municipio me sorprendió desde el lado de mi ventanilla. Un año y algo mas tarde yo estaría jugando ahí, en la primera almohadilla, con el equipo del Central Orlando González en la etapa de base que buscaba a los peloteros que integrarían el equipo de Majagua para la Serie Provincial de Primera Categoría. Majagua era un pueblo relativamente pequeño, sobre todo estrecho, con una gran calle central este/oeste que casi llegaba hasta donde había una fábrica de dulces en conserva pero con edificaciones jóvenes y con sus calles asfaltadas y limpias. La guagua no se detuvo, dobló otra vez al sur, cruzó sobre la Línea del Ferrocarril Nacional y cuatro kilómetros mas tarde entró al poblado de Algodones en donde estaba el Central Orlando González, otra nomenclatura mas para sepultar a los antiguos nombres de los ingenios azucareros de los años prerevolucionarios en aras del martirologio enchufado. Todavía casi todos los habitantes de los ingenios azucareros con nombres actualizados por la Revolución le seguían llamando por sus nombres antiguos. Sin embargo muy pronto nos daríamos cuenta de que el nuevo nombre de Orlando González estaba matando, poco a poco, al nombre romántico de Algodones. Algodones era un central azucarero medio, enclavado en un batey medio con ínfulas de pueblo en donde la madeja de líneas de vía ancha ocupaba gran parte de su superficie. En Junio se había acabado la Zafra, de modo que lo que nos esperaba en los campos de caña era la etapa de su cultivo, vale decir el riego de abono, la chapea y la guataquea. Los ómnibus doblaron al este, pasaron la línea de ferrocarril que venía del norte y se detuvieron en el patio de un complejo de edificaciones medio rústicas, de madera. Los nuevos reclutas nos bajamos con nuestros bártulos y enseguida nos pidieron hacer una fila para pasar a almorzar a un comedor relativamente grande y bien equipado. De nuevo me toparía con la carne rusa al jugo y con el olvidable congrís confeccionado con arroz desgranado y frijoles colorados, muy duros y enteros, como semillas de mate de la Loma de Belillo. Fue mi primer desalmuerzo en el EJT. Por suerte también el almuerzo incluía una pizca de pan y de esa manera hice un breve sandwich que terminé bajando con agua de la pluma. Unos minutos después del almuerzo uno de los Jefes del Batallón pidió por audio que nos fuéramos concentrando delante de una tribuna base de mampostería que había al suroeste del comedor. Nadie había sospechado que aquella tribuna sería la locación desde donde haríamos el Juramento Militar y escucharíamos "las notas de nuestro glorioso Himno Nacional" así como algunas palabras "encendidas y patrióticas" de ciertos jefes designados para ello. Cuando todos pensábamos que el primer orador continuaría con su trabajo el hombre preguntó que si en el grupo había algún soldado "que supiera animar un acto revolucionario". El silencio absoluto fue la respuesta. Hasta que levanté la mano. Estaba preparado, primero para actuar y segundo para mentir. Mi experiencia en el trabajo "como comunicador, como animador y como locutor" se limitaba a una vocación sin límites y al seguimiento eterno de los hombres y mujeres de todo el espectro nacional que se habían dedicado y se dedicaban a ello desde todos los medios de difusión. Y por supuesto, como harían todos los aficionados antes de convertirse en profesionales pues yo también, en plena soledad y en  pequeños circulos de amigos íntimos, había hecho "trabajos" de esa índole. Entonces yo parecía un cantante de rok latino pues, como casi todos los reclutas, había llegado con el pelo a la altura de los hombros y con la barba crecida hasta la protuberancia de la tráquea. De modo que el hombre me llamó y me preguntó que "si yo era locutor o animador" y que si tenía "alguna experiencia". Le dije que había relizado ambas funciones alguna vez y agregué que me parecía que "podía hacer lo que él estimara conveniente". Traté de hablar pausado, potente y con la correcta dicción que me caracteriza y el tipo me entregó el micrófono y una hoja de papel con un breve texto escrito a mano pero de lectura fácil. Tal vez yo hubiera tenido alguna vez un micrófono en la mano pero no lo recordaba. Solo que sabía de sobra cómo se cogía, cómo se probaba dándole golpecitos con los dedos en la malla redonda y soplando muy cerca para sentir amplificado el ruido de mis soplidos y terminando por decir "uno dos tres probando uno dos tres probando" para sentir amplificado el sonido de mis palabras. Jamás he sabido como fue que pude matar mi timidez natural y hacer mi "primer trabajo serio" detrás de un micrófono. Posiblemente haya sido por el tipo de auditorio tan poco exigente que tenía debajo de la tribuna o por la necesidad de que alguien se diera cuenta de que yo "era diferente y tratara de conseguirme algún trabajo diferente en el Batallón". Así que dí lectura pausada al texto revolucionario y manido, ordené corear "juramos", improvicé unas pocas "palabras revolucionarias" - pude ver a mis amigos del barrio aguantando la risa - y terminé con un "patria o muerte venceremos" que debe haberse escuchado en Majagua.  El Jefe y sus compinches me dieron la mano y me dieron las gracias y el Jefe musitó "muy bien, muchacho". Lamentablemente no puedo precisar si el Jefe de la Ceremonia fue el Jefe del Batallón 3545 el Teniente Correa, el Sargento Osorio o el Capitán Gelacio. Media hora después estábamos rodando hacia el sur de Algodones sobre una carreta cercada con barras de hierro tirada por un tractor ruso. El Campamento La Gloria estaba como a veinte kilómetros del Central. Al sur de la provincia de Ciego de Avila. Durante el viaje solo cruzamos por dos bateyes minúsculos y por un poblado sin calles delimitadas. El terraplén de tierra blanca y polvoriente corría al lado de una línea de vía ancha por donde rodaban las locomotoras del central y los carros de línea que tiraban pasaje para los sitios perdidos en el medio de la sabana. El Campamento de La Gloria - muy pronto le bautizaría como El Infierno - eran dos barracones de piso de gravilla, paredes de madera barata y techos de fibrocemento con literas rústicas de hierro sembradas en el piso. Al sur estaba el comedor, muy parecido al del Batallón y al suroeste los baños sin techo, divididos por mamparas de hormigón, sin puertas y con un hueco en la pared o un tubo jorobado que hacía la función de ducha por dode caía el agua que llegaba de un pozo en donde había una turbina. No había luz eléctrica y nos alumbrábamos con mechones. El Campamento de La Gloria estaba ocupado por soldados de las provincias de Sancti Spíritus y de Ciego de Avila. Durante una semana mas o menos estuvimos recorriendo los tremedales inhóspitos que rodeaban al Campamento mientras esperábamos a que las autoridades nos trajeran la ropa de EJT - pantalones chinos verde olivo claro de tela excelente, camisas de algodón manguilargas amarillo beige y botas rusas de caña media y puntera de metal. No nos entregraron sombreros ni ropa de trabajo porque estaríamos quince días realizando la Preparación Combativa antes de meternos en los surcos de caña. Aunque de manera extraoficial nos enteramos de que "un soldado del EJT cobra por todo lo que trabaje pero que también le descuentan por todo lo que reciba". El Campamento estaba rodeado por grandes sabanas repletas de maniguazos y un poco mas lejos por los cañaverales que eran los dueños absolutos del paisaje. Parecía que por allí no vivía nadie y los grupos de soldados vagábamos por los campos eriazos como turistas perdidos en el Sahara. Muy pronto mi primo hermano Gersy Martínez y yo haríamos tres o cuatro amigos geniales con los que siempre salíamos a recorrer los alrededores en busca de aventuras y también en busca de frutas silvestres y de algún río o cañada en donde pescar o en donde bañarnos. Porque el hambre crónica nos sorprendió enseguida. Prácticamente nunca pudimos escapar del congrís con aquellos frijoles enormes, siempre enteros, durísimos y colorados que solo podían ser triturados con dientes jóvenes como los nuestros. Los anexos alimentarios eran ridículos. Cuando nos pelaron al rape y nos cortaron la barba nuestros rostros emergieron de debajo de la maraña de pelos llenos de vida y  todo lo lozanos que podían mostrarse dada nuestra juventud temprana. Quince días después el hambre los había demacrado hasta el punto de saturación. Todavía conservo una foto tipo carnet de aquellos días, recién pelado y afeitado, en donde apenas reconozco al joven de casi veintiún años que había sido yo con mi mata de pelo negro y mi barba suave, como hazabache. Recuerdo que nos pelaron los barberos del Batallón - ser barbero era una profesión en el Ejército - y aunque no puedo recordar si también nos afeitaron posiblemente yo anduviera con mi maquina tradicional a lo "papi" y mis cuchillas  y lo hiciera yo mismo. Una tarde nos encontramos con un río estrecho y de barrancas profundas y caminando sus orillas hacia el sur nos dimos cuenta de que en el río había truchas y biajacas. Solo que ese día no habíamos llevado los anzuelos. También había una poza relativamente profunda en donde estrucamos, en cueros, al abrazante calor de Junio. De regreso, caminando por el este del río en busca de nuevos descubrimientos nos tropezamos con una casa campesina, cerrada, pero evidentemente habitada porque había puercos y aves de corral recorriendo los patios arbolados. Llamamos en voz alta con el pretexto de pedir "un poquito de agua" e identificarnos. En realidad lo que buscábamos era comprobar que no hubiera nadie. Conmigo y con Gersy iban Cucuyo, un mulato de Yaguajay, Kike, un muchacho de Venegas, rubicundo como un campesino de Dakota del Norte y un amigo íntimo de Kike cuyo nombre no recuerdo. Así que elegimos al mejor guanajo de una gran manada que picoteaba hierbas alejada de la casa. La carrera de cinco contra uno terminó con el bicho capturado. Lo asamos en un descampado de matorrales medios y nos lo comimos como si fuera el mejor manjar del mundo. Asado, con nada mas que el fuego producido por un fósforo sobre  unos residuos de arbustos. Recordé una parte del Diario de Campaña de Camilo Cienfuegos durante La Invasión en donde hablaba de que "ese día solo se habian comido una yegua cruda y sin sal". Pero no dije nada porque los tiempos no estaban para citar frases célebres de hombres célebres aunque casi todos los cubanos sospechaban que a Camilo lo habían eliminado por sus criterios diferentes y su celebridad debía de ser otra. Sabíamos que le habíamos robado un guanajo a un campesino. Pero lo consideramos como una excepción fortuita y pedimos perdón en silencio. Décadas después todavía me siento culpable. Para 1977 mi primo Gercy ya había alcanzado una estatura anormal y estaba comenzando a encorvarse. Pero todavía nadie sospechaba que ello era "raro" y lo consideraban un chico que "había desarrollado tarde" al que le encantaba jugar pelota y que tenía sueños boxísticos. Yo también había caído en esa trampa. Sin embargo si me extrañaba mucho el desmedido crecimiento de sus manos y de sus dedos y sobre todo una voz potentísima y ronca, un "torrente" como decía mi mamá, que era capaz de escucharse en los dos albergues y en todo el solar del Campamento. Los amigos no lo fastidiaban por sus características físicas pero costantemente se lo recordaban a manera de halagos. Al que le des un piñazo lo revientas. Al que le grites en la oreja le sacas las tripas. Al que le des una patada por el culo no va jamás al baño. Gercy se reía a veces con las frases que lo enaltecían pero otras hacía silencio como si a él tampoco le gustaran las proporciones que había alcanzado su cuerpo en los últimos tiempos y las que sospechaba seguiría alcanzando. Nuestras camas estaban juntas y los dos dormíamos en la cama de arriba. Una tarde se me antoja separar mi cama de la suya porque mi cama estaba frente a una ventana y me estaba entrando mucho aire por ella y además caía una gotera desde el techo. Así que traté de empujar mi cama hacia el sur y mi cama no se movía. Traté de empujarla por las dos partes. La cama se resistía como si estuviera sembrada en el piso. Gersy me miraba y no decía nada. Hasta que se echó a reír. Entonces me di cuenta de que las patas de las camas estaban cogidas con cemento en la tierra debajo de la gravilla. Sembradas. Durante años recordaríamos la anécdota. Los guardias - casi todo el mundo nos llamaba "guardias" - eran muy jóvenes. Gran parte de ellos tenía menos de veinte años. De modo que los que parecíamos mayores éramos, hasta cierto punto, más respetados. Gersy no habia cumplido aún los diecinueve pero en verdad parecía un hombre de veintitantos años. En el Campamento había gente de toda la provincia de Sancti Spíritus y de Ciego de Avila y los muchachos se juntaban con gente de sus barrios o de sus pueblos, de manera tal que se formaron muchísimos grupitos hasta tanto las necesidades y las costumbres futuras nos unieran en la desgracia y se evitaran las broncas inevitables entre chicos con las hormonas disparadas. Había un negro de Trinidad - una ciudad antigua fundada en el Siglo XVI al sur de la provincia de Sancti Spíritus - que según las lenguas que lo conocían era un "delincuente mayor, capaz de todo". El negro parecía un hombre maduro y nos parecía un Jefe en realidad. Sin embargo el negro era amistoso, se reía por y de todo y siempre estaba tratando e hacer amigos. Incluso a veces se acercaba al grupo de nosotros como si formara parte de él. Tenía una cara indescifrable pero ello no nos preocupaba. En mi maletín barato yo había llevado algún que otro pantalón y alguna que otra camisa buenos porque no sabía para donde iba a ser enviado. Incluso me había llevado mi mejor camisa. Una camisa manguicorta, de colores muy vivos, cuyas rayas y cubos en orden semilineal la hacían una camisa muy bonita. Pero una "camisa de negros" al decir de mi hermana por la gran profusión de colores. Jamás hubiera sospechado que nadie estuviera interesado en robar en un lugar en donde no se podría esconder nada a menos que lo hicieran en campo raso o lo sacaran del Campamento. Pues bien, una mañana salimos de correrías y dejé la camisa colgada de un esquinero de la cama de hierro. Cuando regresamos no estaba. Los guardias estaban acostados en sus camas esperando a que llegara la hora del almuerzo. No teníamos dudas de que alguien se había robado mi camisa bonita. Pero igual la buscamos por todas partes dentro del albergue y por los alrededores e incluso registramos algunos maletines de reclutas que nos lo permitieron y prácticamente le echamos un vistazo a cada una de las cosas que tenían los muchachos para guardar sus pertenencias. Finalmente, impotente, dije en voz alta - yo era de los "mayores" - que "no iba a hacer lo que siempre se hace en estos casos,  o sea cagarme en el coño de la madre del ladrón, pero lo que habían hecho tan pronto era una mariconá y que si cogíamos al ladrón lo íbamos a dejar en una silla de rueda para toda la vida". Gersy dijo, con una voz todavía mas poderosa que su voz de costumbre "por favor, el hijo de puta que cogió la camisa que la ponga donde mismo y aquí no ha pasado nada". Nuestras amenazas no funcionaron. Cuando me fui del Campamento, pocos días después, todo el mundo estaba seguro de que el ladrón de mi camisa había sido el "negro peligroso de Trinidad". Pero el negro de Trinidad no había cambiado su comportamiento para con nosotros, también estaba "berreado" con lo "que me habían hecho" y además, no teníamos manera de probarlo. Una noche estaba conversando con un tipo de Cambao - también de los "mayores" - en la litera de abajo de la mía que estaba vacía y recuerdo que le pregunté que si él era "de los comunistas de Cambao" por su apellido Tuero. Generalmente los Tuero de Cambao siempre se habían asociado con gente que habían ayudado a los fidelistas a llegar al poder y todos sabíamos en Plateros y alrededores que muchos de ellos habían alcanzado altos grados militares y estaban trabajando con el Gobierno. Mi gran futuro amigo Luis Servando García Tuero me miró detenidamente como si no creyera lo que estaba oyendo de mis labios y me habló de su "otra familia Tuero" y de "su familia García". Cuando les conocí a todos, meses después - excepto a su hermana que vivía, casada y con hijos, en los Estados Unidos - pude comprobar sus posturas anticomunistas puras y la manera pacífica con que las que las pondrían a prueba años después. Luis había trabajado en oficinas en Caibarién ralacionadas con la Construcción aunque solamente tenía vencido el sexto grado y un poco mas de la enseñanza media en cursos de la Facutad Obrero y Campesina. Pero era mecanógrafo con título y ello era un plus en la Cuba de entonces. Me dijo que otro mecanógrafo llamado Hipólito Cabrera, de Jarahueca, al que había conocido aquí, había sido llamado al Batallón para trabajar en la Sección de Personal y que le había prometido darle una mano cuando pidieran a otro mecanógrafo. Terminé por decirle que yo era graduado de Preuniversitario y que incluso había estado un semestre en la Universidad Central estudiando Liceciatura en Física Pura y me recordó que también era "animador". Viste que número me boté - agregué. Luis me prometió hablar con Hipólito para que viera si necesitaban mas gente con educación media y agregó que si él era mandado a buscar se encargaría personalmente. Entonces llegó el día en que comenzaríamos la Minipreparación Combativa. La primera mañana me puse el pantalón mezclilla de trabajo, la camisa de lienzo manguilarga y las botas rusas que, por cierto, me quedaban un tanto grandes. Era la ropa con la que teníamos que hacer la Preparación Combativa - la habían entregado por adelantado - y con la que tendríamos que trabajar en los campos de caña porque "la otra ropa" era para ir al Batallón, al médico o para salir salir de pase. De modo que una parte de los reclutas nos fuimos para un terraplén que había al oeste del Campamento y allí, el Jefe - un mulato indio, cuarentón, de estatura baja y con cara de tipo bonachón cuyo nombre olvido - nos pidió que formáramos grupos de a diez soldados. Entre él y otro Jefe - un muchacho indio, alto y fuerte que después sabríamos estaba reenganchado por varios años - se repartieron a los grupos de soldados que habían llegado al terraplén. Pero había un grupo de diez que no tenía Jefe.  El Jefe mulato aindiado me buscó entre uno de los grupos que él iba a conducir en las primeras marchas marciales. Cuando me descubrió me ordenó salir y me cuadré cuando estuve a su lado. No, deja eso - me dijo - tú eres el que animó el Acto de Juramento en el Batallón, no. Sí señor - respondí. Y no sabrás mandar a marchar a estos soldados por casualidad - agregó. Bueno, realmente ordené marchas y marché cuando estaba en sexto grado, si usted quiere puedo arriesgarme a menos que la cosa haya cambiado - sostuve. No, nada ha cambiado, a ver dame una pequeña demostración - dijo, con su acento marcadamente oriental. Nunca se me había olvidado el año en que llegué a Centeno para cursar el sexto grado internado y me sorprendió el hecho de que los alumnos de los grados superiores tuvieran que marchar cuatro veces al día durante desayuno, almuerzo, comida y viaje al dormitorio. Pero lo mas interesante era que también las marchas estaban contempladas para los nuevos alumnos de Primaria, los "primates" como nos llamaban los demás alumnos. Ahí fue en donde aprendí a dar mis primeros "pasos militares" de la voz de un alumno mayor, de mas de seis pies y doscientas libras de peso. Sin embargo le había mentido al Jefe de La Gloria. Jamás había ordenado marchas de ningún tipo. Pero creía recordar todo el procedimiento. Me coloqué delante del grupo de diez huérfanos de jefe y grité "aaatención". Algunos reclutas sabían lo que tenían que hacer después de escuchar mi voz. Por intuición o porque como yo habían visto suficientes películas rusas y demasiado documentales cubanos en los cines del pueblo y en las pantallas de las escuelas o en las paredes de las Tiendas del Pueblo durante los viajes de la guaguita del ICAI - Instituto Cubano de Arte e Indutria Cinematográfica - a los campos cubanos. De todas formas les dicté una pequeña conferencia en la que les instruía acerca del "atenjó", del "de frente march", del "a retaguardia march", del "aaalto", del "izquierda izquié", del  "derecha dré" y del "rompan filas". El Jefe mulato aindiado se quedó de una y me dijo que no me hiciera el modesto porque se "veía a la legua que yo tenía amplios conocimientos militares". Vamos a ver - dije. Al medio día cuando regresamos al albergue, "mis soldados" casi que sabían marchar como cadetes y se mostraban muy satisfechos porque yo les había permitido descansar mucho mas que los otros dos jefes a sus hombres. Pero mis pies estaban desollados, llenos de ampollas debido a las botas rusas nuevas que me quedaban un tanto grandes. Esa tarde, un chico de Yaguajay, delgado y de baja estatura, con cara de imberbe, que a veces se unía a nuestro grupo, tuvo una discución con el Jefe Lndio reengachado. La discusión fue dentro del albergue y muy cerca de nuestras camas. Parece que el chico no estaba dispuesto a marchar de la manara en que lo pedía el Jefe Indio y el Jefe Indio le amenzó con el calabozo del Batallón. El chico se tiró de la cama, lo insultó y lo desafió y estuvo a punto de empujarlo. El Jefe Indio le miró desde sus mas de seis pies de estatura, sonrió y dijo "mira, muchacho, es mejor que me vaya porque si no....". El chico agregó "no te tengo miedo, ningún miedo, oíste, así que búscame cuando quieras". El Jefe Indio terminó por marcharse. Nos haríamos amigos del chico que terminó por agregarse definitivamente a nuestro grupo. Muy pronto sabríamos que era guapo de verdad, guapo sin aspavientos y al que los soldados terminaron por respetar. También sabríamos que el Jefe Indio era una excelente persona e inevitablemente terminaría por hacer las pases con el guapetón de Yagajay. Por la noche el Jefe del Batallón me mandó a buscar a su cubículo rústico, un espacio que fungía como su oficina. No, dile a tu primo que venga también - me pidió. Cuando regresé acompañado de Gersy, el Jefe tenía una botella de ron abierta y tres vasos de cristal sobre una mesa pequeña. Vamos a celebrar el primer día de preparación militar - dijo. Para entonces yo no soportaba a los Jefes, les tenía una especie de odio personal incondicionado y consideraba que compartir con alguno de ellos era ir contracorriente. Gersy aceptó el trago porque ya el ron era para él y para su padre parte de sus vidas. Yo podía pasar sin él. El Jefe Negro Aindiado nos dijo que veía en nosotros "pasta de cuadros" porque "éramos gente seria y mayores" y agregó que "tenía planes futuros para nosotros". Le di las gracias, le acompañamos a terminar la botella de Decano y nos fuimos a dormir. Creo que nadie se dio cuenta en donde habíamos estado. Se me hubiera caído la cara de verguenza si hubiera sospechado que alguno de los soldados y sobre todo del grupo se hubiera enterado de que habíamos compartido una botella de ron con un Jefe. Le pedí a Gersy que me siguiera al comedor. Mira - le  dije cuando nos sentamos en uno de los bancos de madera - me quedé con ese payaso porque me dio pena hacerle un desaire, pero no lo voy a repetir jamás, me siento asqueado, compadre, asqueado, si tú lo quieres puedes seguir tomando ron con él, vacilando, aceptar cualquier cargo que quiera darte, pero no puedo entrar en esa historia, así que ya sabes, tú haces lo que quieras  que sabes que conmigo no hay tema. Mi primo me miró en silencio. Pienso lo mismo que tú, compadre, nunca más, si nos invita le decimos que gracias, que no lo vamos a repetir y punto - dijo. Correcto, no se pueden aceptar dádivas de los jefes porque después te lo cobrarán sin falta - agregué - y además, mi ideología no me lo permite. Te conozco, no se hable mas de eso - concluyó Gersy. Al otro día le contamos de "nuestra fiesta" con el Jefe del Campamento a nuestros amigos del Grupo Yaguajay y nos estuvieron jodiendo con palabras del tipo de "babosos", "arrastraos", "chivatos" toda la mañana de marchas. Por la tarde Hipólito Cabrera vino en el Gasito del pan y se llevó a Luis para el Batallón para que trabajara de secretario del Capitán Gelacio en la Sección Operaciones. Los dos me prometieron que mi tiempo en La Gloria se estaba terminando porque que ellos supieran en todo el Batallón "no habia nadie que tuviera terminado el Preuniversitario". En efecto pocos días después me marcharía del Campamento para trabajar con EL Plantero en la Sección Retaguardia, Rama Vestuario de Dormitorio. Para entonces mis diez soldados eran unos marchistas endemoniados, nuestro Jefe no nos había convocado jamás a ninguna tomadera de ron y mi padre se había aparecido una tarde con una maleta gigante llena de comida - prioridad arroz amarillo con carne de puerco y tostones de plátano vianda - y de chucherías que Gersy y yo desbaratamos debajo de un palo al oeste del Campamento. Mi padre había ido a Yaguajay para obtener la dirección del lugar en donde estábamos pero también le había llegado la carte explicativa que yo les había enviado. Ya tenía casi veintiún años pero todavía él se encargaba de alimentarme con la comida que hacía mi madre en su viejo fogón de leña. Mi padre había venido vía Sancti Spíritus pero me dijo que pensaba regresar por Morón para coger la Camberra directo hasta Plateros a la hora que fuera. No podía explicarme de qué forma mi padre llegaba tan fácil hasta el lugar en donde yo estuviera estudiando o pasando el Servicio sin haber nunca viajado hasta esos lugares. Ya era un hombre hecho y derecho pero se me aguaron los ojos cuando nos despedimos y le vi otra vez, de espaldas, con aquella maleta enorme que colgaba de su mano derecha. Todavía desconocía cuando podría regresar a la casa y mucho menos cuando podría mandarle parte de mi primr sueldo, por correo, hasta la casa de Ramos y Rosita en Caibarién. Un indio oriental me recibió en el Batallón y me llevó  hasta una especie de oficina en donde había un refrigerador. Sacó un gran bocadito de pan con jamón y me lo entregó. Hipólito y Luis se encargaron de mostarme la cama en donde dormiría en el albergue "decente" destinado para los cuadros del Batallón y la oficina anexa en donde trabajaría a la orden del Plantero. Haber animado el acto de Juramento, haber comandado las marchas de los soldados en los terraplenes empolvados y haber tenido superado el nivel preuniversitario de la enseñanza media me llevaron al Batallón para trabajar como cuadro. Es verdad. Pero sin la ayuda de Hipólito y de Luis posiblemente ello jamás hubiera ocurrido y la historia hubiera sido otra. Ahora bien para trabajar en el Batallón y ganar un sueldo fijo había que ser un cuadro en la primera escala y jurar por cinco años. o sea, reenganchar. Porque nada era gratis. Como he dicho en otra parte, lo pensé muy bien, lo consulté hasta el cansancio y decidí jurar por cinco años. Porque como también he dicho, me conocía lo suficientemente bien como para revertir decisiones no tomadas a la ligera. Batallón 3545, Orlando González, Majagua, Ciego de Avila, Cuba. 1977.


Sweetwtwer, Miami, Florida, Usa.
Junio 4 del 2020.
Luis Eme González.


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