Thursday, March 26, 2020

La cosecha de frijoles.-

Tomado de Grandes Nostalgias.


A finales de Agosto el "terreno - que en realidad era el solar en donde estaba enclavada la casa familiar - de los frijoles" quedaba listo para la cosecha. Entonces la tierra aplanada parecía una larga sabana oscura y compacta que esperaba porque mi padre le hiciera los surcos y le tiráramos las semillas. Ya se habían convertido en polvo el cardosantal, las matas descocotadas de maíz seco, las matas de sancaraña, las matas de escoba amarga y las matas de verdolaga. Toda esa mierda sirve como abono natural - decía mi papá -, por eso no boto ni una chinguita de basura. Todavía el patio frente a la casa que llegaba hasta la cerca de La Gata y el cordel de tierra que estaba detrás de la pequeña arboleda no se sembraba. El primero porque todavía no se había enfermado la gran mata de mamey colorado que un día hubo que cortar por el tronco y el segundo porque el discreto pedazo de tierra se destinaba a comida para puercos, aves de corral y para la yunta de bueyes. El resto - desde el camino que llevaba hasta la cerca de Gocéndez hasta la orilla oriental de la mata de mamey colorado - era "tierra de frijoles". Durante unos tres meses la casa quedaba anjaulada entre la "frijolera de agua". Los últimos meses del año eran suficientemente lluviosos como para nombrar a la siembra "siembra de frijoles de agua". Algunos campesinos se atrevían a sembrar otra vez sus frijoles en Enero y Febrero y entonces las siembras pasaban a llamarse "siembra de frijoles de frío". Pasarían muchos años antes de que los campesinos se acostumbraran a hacer dos cosechas de frijoles. Pero entonces para ello se requerían abonos artificiales, pesticidas y herbicidas y también había que jugar un poco con la suerte porque en tiempos de frío la lluvia escaceaba y en Plateros nunca hubo una verdadera cultura de regadío. Todo el mundo practicaba una agricultura de secano. Las nuevas generaciones intentarían aplicar el riego a partir de turbinas pero en realidad la productividad del frijol de frío era muy pobre y casi que no valía la pena intentarlo. Los intentos estaban dados porque se sembraba "para negocio". Los precios llegaron a dispararse alguna vez en tiempos de escacez y cualquier cosa que se cosechara al final "era bueno". Y rentable. Mi padre apenas lo intentó. Porque él prefería dejar descansar a la tierra hasta Abril que era el mes idóneo para la siembre de maíz de agua. Además, el frijol de frío generalmente salía "duro".
Mi papá siempre le daba dos "yerros" al terreno. El primero rompía la tierra llena de rastrojos y de malezas e incluía la quema después que le pasaba la grada. El segundo se lo daba "cruzado" y también incluía la quema del rastrojo que quedara después de la segunda "mano" de grada. Ello ocurría a mediados de Agosto y para finales de mes le daba otro pase de grada cruzado si es que había salido alguna "reventazón" y el terreno quedaba listo para la siembra después del primer aguacero de Septiembre. Entonces cogía unos diez o doce granos y los sembraba en la esquina noreste de la casa y marcaba el lugar con algún palito sembrado en la tierra. Se trataba de su "prueba" de cada año. Para saber si los frijoles "nacían". Los granos provenían de un gran garrafón de cristal con tapa estrecha o de un saco bien cerrado en donde habían estado guardados, rociados con un polvo químico llamado Cordano desde la cosecha anterior para que no se "picaran" ni se llenaran de gorgojos. Rara vez los granos seleccionados no respondieron. Y cuando ello ocurría había que salir a conseguir 35 o 40 libras de frijoles de semilla en caso de que no se confiara en el frijol destinado para comer. Cuando al Tíoneno le ocurría lo mismo entonces se necesitaba de casi un quintal de frijoles para semilla. Porque podía ocurrir muy bien que los frijoles destinados para el consumo - a pesar de todos los cuidados requeridos para que no se picaran - también se echaran a perder. Nunca olvidaré los momentos en que mi madre descubría algún frijol "picado" mientras los estaba escogiendo sobre la mesa y exclamaba "ey, ey, ya se jodieron los frijoles, yo no cocino esta mierda". Entonces se lamentaba por la posibilidad de que ya nos hubiéramos comido "algún gorgojo" y comenzaba a sacar latas de leche condensada del saco de ocasión solo para darse cuenta de que había montones de frijoles picados - "cernidos" - y de que no valía la pena escogerlos porque era imposible "encontrarlos" a todos. Los gorgojos negros y diminutos salían de sus madrigueras a paso doble y mi mamá y yo hacíamos muecas de asco mientras ella los botaba junto con los granos picados para el piso. Cuando eso ocurría sencillamente nos quedábamos sin frijoles para comer y había que salir con toda la urgencia del mundo a conseguir la cantidad que se necesitara mientras llegaba la cosecha.  Una mesa cubana sin frijoles negros no es una mesa  bien servida. Algunos campesinos decidían "limpiar" un poco sus frijoles picados y venderlos a la "gente del pueblo" que los consumían como si nada porque desconocían el asunto de la "picasón" y de esa manera hacían realidad aquello de "ojo que no ve corazón que no siente". Sin embargo el hecho de que un frijol destinado para comer se picara no quería decir que no fuera capaz de nacer. Casi siempre nacían en una proporción de mas del sesenta por ciento y entonces lo que hacían los campesinos era cambiarlos por los destinados para semilla que casi siempre se conservaban inatctos. La única diferencia consistía en que - por si acaso - en casos como ese había que echar unos cuatro o cinco granos en el surco. Mi madre decía que los malditos gorgojos no siempre podían comerse la "matríz" de los granos y por eso nacían sin ninguna dificultad. El campo de frijoles tenía unos diez cordeles y generalmente se necesitaban unas setenta y cinco libras.  A los hermanos le gustaba sembrar la frijolera entre el 4 y el 8 de Septiembre de modo que la cosecha se realizara en la primera quincena de Diciembre. El aguacero necesario casi nunca fallaba. Muchas veces lo había predicho la cabañuela correspondiente al día 9 del año en curso. Si el aguacero había sido demasiado contundente, tipo diluvio, entonces había que esperar a que la tierra escurriera para que los bueyes y los trabajadores no se empantanaran sobre el terreno. Casi siempre se esperaba por el "próximo" lunes. Entonces mi Tío Neno llegaba poco después del amanecer con un saco de frijoles al hombro en donde traía la parte de semilla que le correspondía. Generalmente unas 35 libras. Traía, además, un jarro de aluminio de cinco libras o un caldero viejo para hechar la "semilla" que se iba a sembrar. Recuerdo que yo empecé muy pronto a ayudarles con la siembra. Así que como el Curso Escolar comenzaba el 3 de Septiembre pues mi colaboración se hacía efectiva el 4 y el 5 por la tarde. A menos que, como excepción, comenzáramos la siembra un sábado. La siembra se llevaba dos días y fracción porque generalmente la realizábamos Tío Neno y yo. También mi padre nos daba una mano cuando se "adelantaba" algunos surcos. Mientras mi mamá preparaba el desayuno mi papá enyugaba a los bueyes y les enganchaba el arado criollo. O sea el arado que tenía una sola aleta de hierro, suficiente para hacer el surco correcto. Porque el arado para romper la tierra tenía dos aletas, una puntera más profunda y se llamaba arado mixto. El "mixto", como le decía mi Viejo. Algunos años después comenzaría a usarse el arado americano de dos aletas y de dos manillas de hierro. El arado criollo para surcar nunca tuvo sustitutos. La surquería comenzaba en el borde del Río. Tío Neno y yo esperábamos a que mi papá diera cuatro o cinco vueltas para comenzar a sembrar. Surcar para sembrar no incluye marcar una emberga. Como la tierra estaba muy húmeda y licesita, sin terrones, yo prefería sembrar descalzo hasta que el sol subiera por el oriente y entonces me ponía los tennis.  En ocasiones tampoco usaba camisa y ello me ganaba la advertencia de mi madre "muchacho, ponte la camisa que tienes la espalda achicharrá como la de un negro, parece pellejo de puerco asado" Yo prefería echar la semilla en un jarro de cinco libras. Como siempre fui un chico hiperquinético - algo que me perseguiría toda la vida con igual intencidad - generalmente le cogía "alante" a Tíoneno y él me dejaba seguir después de haber cambiado de surco. Sembrar frijoles de agua requiere de cierta disciplina. Es necesario que nunca caigan a la tierra mas de tres granos aunque preferiblemente se plantan dos. Cuatro matas de frijoles no crecen como es debido porque tienen que compartir toda la riqueza de la tierra y ello implica menos cajetas, cajetas más pequeñas y por tanto menos granos. Sin embargo, la orden de mi padre y del Tío era que en caso de que se me fueran tres granos no me preocupara ni me agachara para recogerlos porque, de todas formas, si uno quería podía arrancar una o dos matas cuando se estuviera guataqueando. Otro detalle incluía la obligación de tapar muy bien el espacio en donde cayera la semilla porque se corría el riesgo de que no germinara debajo de tanto sol o de que las hormigas o los grillos se la comieran. Finalmente estaba el espacio entre los granos. Un pies y medio mas o menos. Porque las plantas no debían crecer aglomeradas. Tenían que empinarse sin contratiempos, libres de impedimenta para que produjeran todo lo que de ellas se esperaba. Mi velocidad me impedía a veces cumplir con este requisito pero mi padre y mi tío se hacían de la vista gorda. Nunca olvidaré que pocos años después tuve que sembrar solo todo un nuevo campo que mi papá había elegido al norte de la carretera, muy cerca de la casa de Eliseo Cabrera. Por algún motivo mi Tío no pudo ayudarnos. El caso es que me esmeré al máximo en la siembra y casi siempre logré echar dos granos/plantón en el surco. Pero de nuevo mi velocidad crucero me traicionó. Me pasé del "pies y medio mas o menos" y cuando los primeros brotes comenzaron a dejarse ver mi papá se dio cuenta. No importa - me dijo - tú verás lo que es esas matas cercer, se pondrán como un monte y parirán cajetas como una curiela. Tenía razón. Según él nunca un campo de frijoles había "rendido" tanto como el campo que yo sembré "a mas de un pies y medio mas o menos".
Como ya he dicho cuando mi papá se nos adelantaba con la surquería detenía a los bueyes debajo del cocal o les dejaba coger algún bocado de yerba a la orilla del Río en tanto se nos unía en la siembra. Recuerdo que le gustaba sembrar con una palangana vieja y en ocasiones, cuando aplacaba el sol, echaba los frijoles en su propio sombrero de guano porque ya los tiempos en que usaba sombreros de jipijapa habían pasado al olvido. Mi papá era el rey de los aradores y de los surcadores pero, sin embargo, no se carcacterizaba por ser un surcador curioso. También era un tanto hiperquinético y ya he dicho que yo habría de multiplicar esa característica hereditaria. Comenzaba la surquería bastante derechita como hasta el décimo surco. Entonces el final de los surcos se iba alejando del final del penúltimo surco y cuando nos íbamos a almorzar ya los surcos parecían un arco de flecha, muy abiertos en el borde del Río. Pero nadie le daba importancia. Los surcos se hacían muy pegados. Uno al lado del otro. Sin medida. La distancia no impedía el crecimiento del follaje porque con toda seguridad había mas de un "pies y medio". Recuerdo que yo lo fastidiaba mencionándole a Agustín de la Rosa. Agustín tenía fama de ser tan curioso surcando como lo era Pepesiverio con el serrucho y con el cepillo. Se decía - después yo sería testigo al lado de los larguísimos surcos de caña en los campos que se sembrarían con nuevas variedades importadas - que sus surcos eran "como velas", sin el mas mínimo desvío, perfectos. Cuando fui "testigo" pude ver como ponía una balisa al lado del último surco y luego quedarme paralizado cuando veía a su nuevo surco llegar, exactamente, hasta donde estaba la balisa detrás del centro del yugo de su yunta de bueyes. El Viejo estaba de acuerdo con la calidad de surcador de su amigo Agustín pero nunca me contestaba nada. Como yo conocía muy bien sus silencios imaginaba que me respondía "sí, está bien, pero yo surco casi el doble". Poco después de las once y media mi padre paraba de surcar, soltaba y amarraba a los bueyes en el lecho del Río si estaba seco, Tíoneno se iba para su casa y nosotros nos disponíamos a almorzar. Mi padre se quitaba las polainas y los zapatos y se ponía su eterno par de chancletas criollas - una par de zapatos descontinuados, cortados hasta donde solo quedaban las punteras - después de poner la camisa manguilarga en el cordel. Detrás del almuerzo estaba el reposo de rutina en la cama matrimonial en tanto yo ni me daba cuenta de que estábamos descansando y regresaba a mis rutinas mediodíeras de niño campesino. Por la tarde se repetía el ciclo. Y así hasta que todo el "plan" quedaba sembrado. Unos cuatro días mas tarde los dos empezábamos a "julgar" los surcos para ver si los granos ya habían "reventado".  Para el quinto día ya era posible ver las puntas de las primeras maticas - una plantica tipo bejuco jorobado con una imitación de frijol partido en dos - asomando desde debajo de la tierra y cuando apenas nos habíamos dado cuenta todo el plan estaba nacido y las planticas se empinaban con velocidad de espanto. Unos días mas tarde todo el frijolal había superado la altura del surco en donde había nacido y el campo se convertía en una perfecta sabana verde de diez cordeles. Por suerte los puercos que estaban sueltos no hacían daño a las plantas de frijol y tampoco las aves de corral. Tal vez alguna gallina curiosa picoteara los primeros brotes pero nada más. A veces Septiembre llegaba demasiado lluvioso y eso nos ponía nerviosos. Porque al frijol solo se le da una guataquea y tiene que ser de prisa para que puedan crecer y "cerrarse" a como dé lugar. Si las lluvias septembrinas no se detenían el campo se "perdía" de hierbas. Por suerte las semillas de cardosanto no germinaban hasta el fin de la cosecha. Las de verdolaga y las de maloja y las de escoba amarga sí germinaban pero con ralativa fuerza. La verdaderamente mala era la sancaraña, una mata que se nos parecía mucho al arroz, con hojas de peluzas picantes y que crecía de manera desmesurada. Le bastaban tres semanas de lluvia y su altura se disparaba, tanto que llegaba a ocultar a todo el campo de frijoles. De modo que si la tierra continuaba "entripada" no quedaba otra alternativa que "escaldarla". Vale decir, inclinarse entre los surcos y arrancarla toda de raíz con la mano hasta que regresara el buen tiempo y entonces se guataqueaba y se "aporcaba". Después de una mañana de escalde el sol casi que secaba a los mazos de sancaraña tendidos en la calle entre los surcos y las matas de frijol lucían muy altas y muy flacas como garsas descansando desesperadas por un aporque que les cubriera medio tronco con tierra fresca. En ambos casos - con y sin escalde - era muy fácil guataquear frijoles. Tirábamos la guataca en la "calle" y la halábamos contra nosotros una o dos veces tratando de ganar terreno. Entonces los próximos movimientos con la guataca consistían en aporcar a las plantas. Cuando las dejábamos atrás se veían lozanas y hermosas, sin aquellas patas flacas hijas del escalde. El aporque es algo tremendamente necesario para que la planta pueda crecer fuerte y firme y aumentar su follaje. Recuerdo que en mi casa había dos guatacas. Una marca Bellota - española - que llevaba mucho tiempo en manos de mi papá y otra, criolla, que era la que usaba yo cuando él estaba guataqueando. Bellota es una marca española de aperos de labranza muy solicitada por los campesinos cubanos. La Bellota de mi padre tenía un cabo medianamente largo - creo que de guabán - y un encabe perfecto que había hecho Agustín de la Rosa. Mas allá de su capacidad para surcar derechito y fabricar yugos de bueyes perfectos Agustín también era el rey de los encabadores de guataca. Gran parte de las guatacas del barrio estaban encabadas por él. Agustín había nacido para eso. Le daba la redondez perfecta a la parte del cabo que iba a introducir en el ojo de la guataca y cuando rajaba la madera para meter la cuña (tambien de madera) el cabo quedaba "soldado" para toda la vida. Jamás se aflojaba aunque le dieran mil soles. La guataca de mi padre duraría muchísimos años después de su muerte y nunca se aflojó como no fuera el aflojamiento natural que se resolvía metiéndola en un charco con agua para que la madera se "hinchara". Tampoco se gastó tanto a pesar de los infinitos amueles a que fue sometida durante el curso del tiempo. Pierdo la historia de la guataca inmediatamente después de que nos mudamos para Caibarién. Pero es muy posible que me la llevara a la ciudad y que la usara, mas tarde, para trabajar con ella preparando las mezclas con cemento y arena y hormigón durante la reconstrucción de la casa. Mi guataca era una guataca corriente de modo que estaba encabada por nosotros mismos y lo que buscábamos era que siempre tuviera muy buen filo y que la parte del cabo que se introducía en el hueco de la guataca tuviera aquella jorobita que aumentaba el ángulo respecto a la tierra. La de Neno también estaba encabada por su famoso cuñado y se la llevaba para su casa cada vez que se terminaba la guataquea. Cada guataqueador llevaba un fleje de hierro o algún cuchillo viejo en el bolsillo para limpiar la guataca cuando la tierra o el fango se le pegaban en el filo. Recuerdo que las amolábamos con limas también Bellotas. Las poníamos en el suelo y nos arrodillábamaos sobre su cabo y comenzábamos a limar el filo por la parte exterior, deslizando lentamente la lima. Cuando veíamos el despalme y al filo brillando como aceroníquel nos levantábamos y  entonces la colocábamos parada al lado de nosotros y volvíamos a agacharnos o a inclinarnos para pasar la lima por la parte interior, con menos insistencia porque ahora lo que buscábamos era "asentar" el filo. Las guatacas quedaban "como una navaja". Que afeitaban. Debí esperar algún tiempo hasta que me dejaran amolarlas. Después también tendríamos guatacas y limas de producción nacional. De segunda categoría. Fueron los años en que las daban por "cuota". Una por cada campesino. Lo que disparó la bolsa negra, por supuesto. Conseguir una guataca criolla o una lima que no "amolaba" ni un tubo de calabaza podía costar una fortuna. Sin embargo en el barrio había dos guatacas Bellotas muy famosas. Yo tendría la posibilidad, años mas tarde, de probarlas y de comprobar que no tenían "comparación". Se trataba de las guatacas de Angelito Barrios, el tío materno de mi primo Raúl. Angelito mismo las había encabado y las cuidaba como si fueran parte de su propia familia. Sobre todo destacaba el amolado. Les hacía un amolado hermoso y parejo. Con la originalidad de que había logrado que el filo de sus guatacas formara una media luna en donde sus esquinas (gavilanes) eran un par de garfios que se metían en cualquier parte en donde hubiera malezas sin dañar a la planta. Recuerdo que su cabos largos (posiblemente de guásima) tenían la curvita necesaria, no pesaban casi nada y que también eran verdaderas navajas. Angelito Barrios era una especie de Agustín de la Rosa que encababa sus guatacas del "otro lado" del Río. Terminada la "mano de guataca" guardábamos los aperos de labranza y nos disponíamos a esperar que la frijolera creciera, se cerrara y comenzara a echar las guías.
Cuando las plantas estaban listas para comenzar la parición expandían su follage, alcanzaban su altura stándar - unos cuarenta o cincuenta centímetros - y las hermosas hojas adquirían un verde intenso. Todo el campo era una alfombra pareja en donde muy pronto comenzarían a elevarse unos bejucos verde claro que se curvaban sobre la mata y chocaban entre ellos, repletos de flores primero y después de algunas cajetas pequeñas que dejarían su lugar a las verdaderas cajetas de que se llenaría la planta cuando la floración lila les dejara su lugar. El campo de frijoles florecido, con sus guías superiores entrelazadas al manacer, era una verdadera sonrisa para la vista. Como el frijol es una planta que crece contra reloj porque tiene que estar lista sobre los noventa días pues muy pronto aquellas cajeticas minúsculas que salieron de las flores lilas alcanzan un tamaño como de ocho centímetros y los granos van llenando los escaques con los que han nacido diseñadas para albergarlos. Recuerdo que siempre comenzaba rompiendo las cajetas para ver como al principio solo había una baba gelatinosa en donde nadaba un repunte de grano blancuzco que a veces me echaba en la boca para sentir su sabor vegetal indefinido. Las rompía con las uñas de los dedos pulgares de cada mano. Pocos días después ya la baba se había esfumado y dentro de la cajeta los granos, perfectamente formados, casi blancos, comenzaban a crecer desmesuradamente hasta acabar de llenar sus cámaras y tomar una coloración gris azulada que enseguida daría paso al negro impecable. Porque lo que sembrábamos en casa era frijol negro. Raramente mi padre y mi tío sembraron frijol colorado o alguna otra variedad antes de 1967. Cuando los frijoles todavía no habían alcanzado su color definitivo mi madre se metía en el campo y arrancaba algunas matas y les quitaba las cajetas sobre la mesa del comedor. Allí las abríamos y echábamos los granos sobre el mantel de la mesa por si hubiera alguno imperfecto. Cuando llenábamos una lata y media de leche condensada mi madre decía que ya estaba lista su "comida de frijoles tiernos". Ya he dicho que mi madre era famosa - entre otras cosas - por su capacidad profesional para hacer potaje de frijoles negros. Conservo en mi paladar el sabor del frijol tierno. No era el mismo sabor que el sabor de un potaje de frijol negro "hecho y derecho" porque sus granos aún no tenían la consistencia necesaria y por tanto uno podía sentir que todavía estaban medio "movidos" y que su caldo no se espesaba suficiente y por eso no llegaba a ser un potaje de verdad. Lo que le daba un sabor a hierba condimentada que en verdad no nos desagradaba. Recuerdo que la cantidad de frijoles necesaria para el "día" estaba alrededor de una lata o de una lata y media de leche condensada. Con eso teníamos para almuerzo y comida. Además, mi mamá sabía como hacerlas "crecer". Excepto si alguien llegaba y se pegaba la "gorra" durante el almuerzo y resultaba que comía tanto "como Juan Tomás". A mi mamá no le gustaba cocinar frijoles para la comida y como nadie se quejaba de consumir los de la mañana por la tarde pues eso nunca había cambiado. Además, otras veces se destinaban a hacer congrís y para hacer congrís - incluso los del día anterior - eran un "batazo". Cuando mi hermana comenzó a comer como cualquiera de nosotros entonces sí fue necesario aumentar la cantidad y entonces mi mamá podía llegar hasta las dos latas para todo el día. Desde pequeña mi hermana fue una gran consumidora de potaje de frijoles negros. Hoy mismo puede prescindir tal vez del arroz: que jamás de los frijoles. En realidad mi madre no tenía nungún secreto especial para hacer el "mejor potaje de frijoles negros del mundo". Si lo tenía nunca lo dijo. Sin embargo no le desagradaba que le dijeran que lo tenia y le encantaba que la gente disfrutara sus potajes pero no le daba importancia. Pasaba como con su famosa sambumbia con borras residuales de café. Recuerdo perfectamente su rutina de cocinar los frijoles cada mañana. Escogía la cantidad stándar al amanecer sobre el mantel de la mesa - el mantel podía ser un papel amarillo de los de palnchar o un saco ligero poco mas grande que la mesa -  y los lavaba dos veces en el fregadero. Luego los echaba en el caldero de "toda la vida". Un caldero blanco de hierro "irrompible" con dos asas y sin tapa propia. Tav vez se tratara de un caldero de diez libras o poco más. Vertía en él los frijoles lavados y le echaba la cantidad de sal y agua que ella creía necesitaban y lo ponía sobre los flejes del fogón de leña a fuego total hasta que la leña se convertía en brazas. El potaje generalmente llevaba unos dos agregados de agua porque la candela la gastaba. Con la "tercera agua" ya los granos estaban blanditos e hinchados pero sin romperse todavía. De alguna manera ella sabía qué era la hora de hacer el sofrito. Para lo que cogía un viejo picador de madera de cedro y lo colocaba sobre la primera base del fogón encenizado o sobre la base del fregadero y comenzaba a picotear tomates de cocina (de los mas pequeños y cosechados en algún lugar orillero de la finca, ajíes pintones criollos, cebolla y ajo. Ajo en cantidad suficiente como para que alcanzaran aquel buquet inigualable que le daba su sabor único. Ella sabía que a mí no me gustaba el ají - sobre todo el ají pimentón cortado en grandes pedazos - pero se las arreglaba para "engañarme" picándolos casi hasta volverlos polvo de ají. Finalmente me acostumbré. También podía ocurrir que les echara una pizca de comino y tal vez un pedacito de canela. Por aquellos años el aceite que daba el Gobierno por la cuota no alcanzaba para el mes de modo que ella sabía exactamente la cantidad de manteca de cerdo que llevaban dos latas de leche condensada de frijoles para que la grasa no quedara "nadando" en la superficie del potaje. Incluso sobre el tomate picado vertía un poco de salsa de tomate, la suficiente como para que no "aguara o endulzara al potaje". Todo ese menjunje mágico y olorosamente incomparable lo sometía al fuego metido en la vieja sarten de "culo prieto por el fuego y el humo" y lo removía con la espumadera como si tostara café y cuando estaba a punto lo echaba sobre los frijoles blanditos que para entonces ya se estaban rompiendo ligeramente. Tapaba la olla de hierro irrompible con la  vieja tapa escachada de aluminio de siempre y solo la sacaba para ir probando poco a poco con la punta de una cuchara hasta que los frijoles estaban en su sazón y entonces los apeaba del fogón justo antes de que fuéramos a almorzar para que no se "enfriaran". Aún cuando ella no era muy amante de incluír papas en el potaje porque las papas "lo aguaban" a veces lo hacía con trozos grandes cuando venía papa a la Tienda. También lo hacía con calabaza. Sin embargo sí le encantaba usar malanga porque la malanga los apotajaba todavía más. Solo que Plateros nunca fue tierra para cultivar malanga. La malanga se cultivaba en Jagueyal en tierras "blancas", había que ir a buscarla cuando fuera temporada y además siempre resultaba muy cara. Y finalmente lo último que mi mamá podía verter en una olla de frijoles negros eran chicharrones y huesos de puerco. Cuando nos sentábamos a la mesa muchas veces preferíamos comernos un plato de potaje solo antes de ligar el otro con el arroz y con las viandas. En verdad el sabor que había salido de aquella receta eterna y sin pretenciones era único. Nunca supimos cual era el secreto que permitía al caldero de frijoles salir del fogón perfectamente apotajado si los frijoles solo se hinchaban y aparecían casi intactos en nuestros platos. Mi mamá tampoco sabía. Me quedan así, no sé por qué, decía. Ahora bien es verdad que todo el menjunje se combinaba olímpicamente para ofrecer un buquet especial. Pero el profundo y a la vez sutil sabor del ajo era lo que ponía el toque de distinción inigualable a su potaje de frijoles. Años después, cuando era casi imposible conseguir "de nada" para condimentarlo todavía le quedaban excelentes. Cuando mi mamá le echaba a su potaje todos los agregados mencionados entonces el potaje "crecía" de verdad y fácilmente podían comer más de cuatro personas. En su defecto en ocasiones como esa con un "jarrito" sobraba. Recuerdo los montones de veces que los hijos de los familiares que vivían cerca de casa se llegaban a la hora de la comida con un jarrito y se paraban en la puerta sur del comedor, apenados, y decían "Niña, dice (María o Caridad o Lydia) que le mande un poquito de frijoles". En todos los casos mi mamá se las arreglaba para complacer la petición. En contadísimas ocasiones mi hermana y yo lo haríamos. Por la sencilla razón de que no nos gustaba para nada lo que cocinaban otras mujeres. Tanto como por el sabor especial de "los frijoles de La Niña" los chicos también buscaban algo para "mojar el arroz seco". Porque no todos se podían dar el gusto de tener un plato de frijoles que llevarse a la boca o porque su cosecha no llegó hasta la primera quincena de Diciembre. Podía ocurrir que a veces los frijoles que se habían dejado para el consumo no alcanzaran hasta el primer día de la cosecha y entonces había que seguir comiendo frijoles tiernos. Otras veces mi padre le pedía prestado un cubo número ocho a algún vecino que ya hubiera terminado la cosecha o que le quedara algún remanente del año anterior. Entonces una mañana nos dábamos cuenta de que las hojas de las matas estaban perdiendo su coloración verde intensa, que comenzaban a caerse de sus gajos y que el color pasaba a ser naranja oscuro. Unos días después toda la mata era un aguacero de hojas maduras y débiles, llena de cajetas secas, desnuda del follaje invicto de los buenos tiempos. Apenas se podían tocar a las cajetas porque el sol terminaba por ponerlas tostaditas y con el menor contacto se abrían y los frijoles, listos ya, caían sobre la tierra. Ahora sí el potaje de mi mamá alcanzaba el sabor que tendría durante todo el resto del año. A finales de Noviembre el campo de frijoles era un campo repleto de esqueletos de matas secas, llenas de cajetas secas y entonces yo trataba de gatear hasta mas o menos la mitad de alguna mata de coco para ver el campo desde arriba. A veces los cocos secos caídos durante la noche anterior provocaban un reguero de granos debajo de sus cajetas rotas. Para entonces, las gallinuelas - que habían estado ocasionalmente interesadas en la floración de las guías - habían abandonado los predios del campo de frijoles y habían regresado a sus espacios del Río. Mi papá decidía una noche de taburetes en el patio sur cuando íbamos a coger los frijoles. Esa noche - u otra cualquiera - tal vez hubiera visitantes en la casa y la conversación podía girar sobre el "número de cajetas" que era capaz de parir una mata. Algunos de los vecinos famosos por su capacidad para fabular - decir mentiras - aseguraban que habían contado hasta "sesenta cajetas por mata" en sus campos de frijoles. Otros bajaban un tanto las cifras. Nunca nadie admitía que sus matas habían parido "menos de cuarenta cajetas". Mi padre les escuchaba con atención y sonreía para sí. Porque él muy bien podría haber asegurado que una de sus matas había parido "cientos de cajetas" y contar de cajetas con "más de veinte granos". Y los visitantes le hubieran escuchado sin chistar e incluso algunos le hubieran creído. Pero no lo hacía. Tal vez porque las fábulas con frijoles no eran tan originales. Cuando le preguntaban contestaba que no las había "contado" pero que le parecía que tal vez pudieran tener "cuarenta o cincuenta cajetas". Yo me ocupé de contarlas montones de veces. El campo de frijoles de mi familia tenía fama de ser un campo que daba frijoles blanditos todo el año, como "seda" y cuyas matas alcanzaban un tamaño considerable. Lo cual era muy cierto. Lo decían los propios vecinos. E incluso lo admitía La Gata, cuyo campo de frijoles estaba a menos de cuatroscientos metros del de nosotros. Jamás pude contar mas de treinta cajetas por mata. Tal vez un poco más. Tampoco lo logré en los campos vecinos. Pero es posible. Fábulas aparte.
"Coger los frijoles" llevaba su tiempo de preparación. De entrada se necesitaba un "telón". Un telón es una gran manta confeccionada con sacos de yute cosidos con pita o con ariques en donde se depositan las plantas de frijoles para "trillarlas". Nunca resultó fácil conseguir los sacos en la Cuba de entonces. Generalmente se usaban los sacos de azúcar negra de a dos quintales. Los que le iban sobrando a Juanito el de la Tienda muchas veces ya tenían dueños y en verdad no se podía contar con ellos. De modo que mi papá tenía que hacer lo que siempre hacía. Se iba hasta el Puerto de Caibarién y hablaba con sus amigos de las patanas que llevaban las sacas de azúcar hasta el puerto de aguas profundas de Cayo Francés y ellos siempre le resolvían los sacos necesarios. Por supuesto que mi papá los recompensaba con productos del campo. También los tenderos del pueblo podían resolver el problema de los sacos para el telón. Un telón stándar podía contener 64 sacos. O sea ocho sacos cuadrados. Teniendo en cuenta que el telón va levantado en sus cuatro esquinas y en el centro de sus laterales - ajustado a postes clavados en la tierra - es posible trillar frijoles sobre un telón mas pequeño. Puede ocurrir, además, que no siempre haga falta conseguir sacos porque un telón bien conservado puede durar algunos años. Y ello incluye prestárselo a otros agricultores que, generalmente, se hacían los bobos en espera de que alguien terminara por cedérselos. Lo malo de guardar los telones era que ello los pone en las fauces de los ratones pequeños: los guayabitos. De modo que era necesario esconderlos bien lejos de su habitat porque si pueden descubrirlos lo desbaratan con sus dientes afilados y entonces hay que llenarlos de remiendos. La recogida de frijoles también necesita de trancas de madera para que los trilladores golpeen los mazos secos sobre el telón. Aunque a veces se usaban palos de bienvestido generalmente utilizábamos varas de guamá que eran mas derechas y mas pesadas y que conseguíamos en La Chorrera o al este de la Poza de Rafael. Cuando no teníamos ayuda necesitábamos tres trancas de guamá. Durante algunos años mi tranca fue mas pequeña mas allá de que yo me considerara un muchacho con "mucha fuerza" y tratara de demostrar a mi padre y a mi tío que tenía "tanta potencia como ellos". Coger los frijoles solo eran tres palabras que se pronunciaban cuando hablábamos de los preparativos. Una vez que estuviéramos listos para cosechar la acción pasaba a llamarse "la trilla de frijoles". O sea "mañana vamos a trillar frijoles". Vale decir "caerle a palo limpio" a las matas depositadas sobre el telón hasta que consideráramos que no quedaba ni un solo grano en las cajetas. Nunca había apuro por acabar la trilla. Porque es necesario golpear el tiempo necesario, revolver muy bien las "fritadas" y finalmente removerlas con la mano para que no se escape ni un solo grano entre la gandofia. Mi papá era el hombre de las fritadas. Posiblemente fue él quien bautizó cada trilla como "la fritada".  O la "fritá". Cuando recogíamos los frijoles - cada hombre llevaba dos surcos - apenas nos levantábamos de la calle y nos íbamos colocando las matas debajo del sobaco mientras las arrancábamos de raíz con la mano libre. Las matas estaban muy débiles para entonces y salían con relativa facilidad de la tierra. Recuerdo que como no tenían hojas las cajetas, las raíces y cada sobrante de la planta nos hincaban constantemente los laterales del pecho y por eso a veces usábamos un saco debajo de las axilas para contrarrestar la molestia. A mí me estorbaba el saco para trabajar así que usaba una camisa de corduroy u otra cualquiera de manga larga. Como los surcos eran muy largos - y se hacían mas largos a medida que nos íbamos acercando a la cerca de Gucende - pues los dejábamos mas o menos por la mitad y colocábamos los mazos de frijoles en un espacio destinado para ello en medio de la parte del campo que pensábamos recoger, con las puntas hacia arriba para que pudieran apoyarse y no se ladearan contra el terreno. Durante toda la mañana mi papá se ocupaba de removerlas y de estrujarlas para que perdieran el rocío que les pudiera quedar y cogieran todo el sol que pudieran para que se pusieran como "galleticas tostadas" y sus cajetas pinchudas se abrieran con el primer tablazo de guamá. Cuando terminábamos la jornada - solo recogíamos el frijol por la mañana porque después de las once y media el sol era capaz de desbaratar las cajetas en donde quiera que las sujetáramos - nos íbamos a almorzar. De modo que la trilla consistía en recoger por la mañana y en trillar por la tarde. Cada vez que terminábamos la mitad de los dos surcos y nos preparábamos para regresar por los otros dos la distancia aumentaba alrededor de medio metro y así, inevitablemente, hasta que al final del campo ya nos iba quedando muchísimo menos terreno por recoger. Igual ocurría durante la temporada de la guataquea. Cuando Tíoneno llegaba sobre la una y media de la tarde ya mi papá y yo teníamos el telón colocado muy cerca de la mata de coco del noreste, levantado sobre los postes de bienvestido y con las tres trancas de guamá sobre su base. A veces también llenábamos un porrón o un cubo de agua (con su jarrito) para no tener que regresar a la casa cuando nos diera sed y lo colocábamos debajo de cualquier árbol o manigua que les garantizara sombra. Tíoneno y yo tomábamos poseción de rompecajetas sobre la base del telón - podía ocurrir que algún amigo o familiar nos ayudara y entonces yo realizaba otras tareas - mientras mi papá preparaba su primera "manta" con las matas resecas de frijoles para tirarlas sobre el telón. Una manta para echar las matas de frijol podía ser una saca de azúcar prieta sin abrir o un saco mas pequeño abierto por los laterales o por el fondo. El le vertía todas las matas que pudiera y se la colocaba a un costado como si anduviera con un niño enjorquetado sobre una parte de su cuerpo. Caminaba hacia el telón y las tiraba sobre el borde superior entre un poste y otro poste. Regresaba y le veíamos recogiendo las matas que se le habían caído durante el viaje. Tíoneno y yo comenzábamos a golpear lentamente para irlas ablandando porque sabíamos que una fritá lleva por lo menos seis mantas. A veces le ayudábamos al Viejo durante la primera fritá porque para la segunda ya él había cogido ventaja y podía tener las cinco mantas listas. Entonces se metía al telón y nos ayudaba a trillar. Trillar frijoles tiene su diseño. Cuando lo hacen dos personas o más. Se necesita de mucha sincronía. Por eso antes de comenzar a golpear la fritá se establecen los turnos para tirar la tranca de guamá. Tú, tú y yo. Pero por mucho que los golpeadores se cuiden siempre habrá algún guamá que golpee el guamá del otro sobre la fritá y aquel perciba el cimbrear de su palo en todo su cuerpo. También puede ocurrir que si alguien se acerca demasiado a la fritá pueda golpear la mano o el zapato del que está enfrente. Todo el tiempo se puede escuchar "ten cuidado, échate pallá, espera que te toque a ti que me vas a desgraciar la mano". Generalmente no pasa nada pero siempre ocurre algo. Durante mis primeros trabajos como golpeador de fritadas prefería dar palos al borde de la frita. En aquella parte no había problemas porque yo trillaba solo. Cuando se han dado suficentes trancasos a las fritadas entonces comienza el bamboleo. Se meten las trancas debajo de lo que va quedando y se levantan como hacen los actores de las películas cuando trabajan con el heno en los corrales del ganado. Ello hace posible que todos los granos enredados en la gandofia caigan sobre el telón. Y todavía el cuidado se extrema. Recuerdo que nos arrodillábamos sobre el telón y hacíamos lo mismo con las manos y cuando estábamos seguros de que no había quedado un solo grano entre la basura era que decidíamos botarla hacia uno de los lados del telón. El mecanismo era casi infalible. Digo "casi" porque cuando pasaban los días y mi papá quemaba todas las pilas de basura había montones de maticas germinadas y lo seguirían habiendo cuando en el lugar de la quema solo hubieran quedado cenizas. Cuando acabábamos la trilla del día nos volvíamos a agachar sobre el telón. Para recoger toda la basura posible y dejar la pila de frijoles negros bien limpia para iniciar el "aventado". Recuerdo que pasábamos nuestras seis manos por sobre el borde de la pila de granos e íbamos rastrillando, recogiendo y botando y después las metíamos dentro y la revolcábamos y rehacíamos lo mismo. Cuando sobre el telón no había otra cosa que unos dos o tres quintales de frijoles mi papá se iba a la casa y traía un taburete y la palangana y pasaba por donde estaba el cubo número ocho ahora vacío y también lo agregaba. Lo metía todo en el telón y se subía sobre el asiento del taburete. Mi Tío y yo le íbamos alcanzando las vacijas llenas de frijoles y él las levantaba sobre su cabeza y comenzaba a dejar caer los granos sucios sobre el telón. Esperaba que hubiera suficiente brisa y se colocaba del lado que soplara el viento. A veces se detenía para esperar a que llegara la brisa y sujetaba la vacija sobre su cintura. Mientras aventaba mirábamos la cascada de frijoles negros hermosos y limpiecitos cayendo sobre el telón y cuando le teníamos la próxima vacija llena nos separábamos del sitio en donde estuviera cayendo la basura batida por el viento. Casi nunca podíamos evitar llenarnos de los residuos que caían sobre nuestras cabezas o sobre mi pecho desnudo. A veces mi Viejo se tiraba del taburete y batía su sombrero sobre la orilla exterior del aventado en el borde del telón para ayudar a la limpieza del frijol en tanto volviera la buena brisa. Yo no podía esperar a que acabáramos de trillar para quedarme sin camisa. Andar sin camisa es algo que también heredé. Hasta hoy. Siempre quedaba alrededor de un cubo número ocho sin aventar. Se trataba del "rastrojo" y estaba lleno de terrones que habían salido pegados a las raíces, de piedrecitas y de pedazos triturados de las matas de frijoles. Mi papá lo colocaba detrás del telón y cogía el jarro de aluminio de cinco libras y comenzaba a echar veinte jarros en cada saco. Los sacos de llenado podían ser del año anterior o conseguidos por las mismas vías empleadas para conseguir los que hicieron posible la confección del telón. Eran sacos mas pequeños - de azúcar blanca o de harina de trigo - y aguantaban unas cien libras. Recuerdo que mi papá los iba levantando con sus dos manos cogiéndolos por sus esquinas para que el grano se "asentara" con los golpes contra la tierra y que cuando tiraba el último jarro de cinco libras le daba las últimas sacudidas y comenzaba a unir la boca del saco eliminando espacio hacia el centro con sus dedos hasta que solo quedaba una moña. Entonces le daba los sacudones finales y le pedía a Tíoneno que amarrara la boca bien fuerte con los ariques húmedos que habían estado metidos en el agua de la batea desde por  la mañana. En ocasiones lo hacia él y a veces hasta me dejaban amarrar a mí. El Viejo cogía el arique con una de sus manos, lo batía al ire para que escurriera y comenzaba a enrollarlo tipo tirabuzón para que no se partiera. Un arique es muy duro y solo viendo como se amarra un saco lleno de frijoles es que uno llega a darse cuenta de los tirones que puede resistir. Generalmente se dan dos o tres vueltas vueltas a la moña, se mete la punta del arique entre la la última vuelta y se aprieta al máximo halando las dos puntas. A veces se hacía un segundo nudo sobre la moña para lograr mayor seguridad. Cien libras no es un peso tan grande y por eso ellos llevaban los sacos al hombro hasta la casa. A veces uno le ayudaba al otro a "echárselo" cogiéndolo por el culo y levantando. Podían ser trasladasos sobre uno de los hombros o sobre la espalda como hacían los estibadores. Yo tenía la "posiblidad" de llevar las vacijas y el saco incompleto en los primeros tiempos. Porque si te echas una barbaridad de esas te puedes quebrar y llegar a tener un "guevo" tan grande como el de Ventoso, recalcaba mi madre. Mi papá partía cada trillada mitad por mitad y los sacos se quedaban en la casa hasta que se terminaba la recogida. A veces mi Tío se llevaba el rastrojo para que Tialleya lo limpiara o se lo dejaba a mi mamá. Otras se le regalaba a alguien que nos estuviera ayudando o a quien no tuviera tierra para sembrar y pasara por allí. A mí me gustaba mucho sentarme a la mesa y ayudar a mi mamá a escoger el rastrojo. A mi mamá no le gustaba tanto mi ayuda porque decía que yo "me apuraba y lo dejaba todo casi igual" y entonces ella tenía que hacer "doble trabajo". Desesperado como tu padre - terminaba riendo y separando una parte del rastrojo para que yo lo limpiara solo utilizando un guayo grande. Tres o cuatro días después la cosecha estaba lista, mi padre sacudía muy bien el telón y lo doblaba en cuadros perfectos y lo amarraba con una soga y a veces lo metía dentro de otro gran saco para evitar que los guayabitos lo picaran y lo ponía en la esquina suroriental de la sala sobre el tanque de cincuenta y cinco galones que conservaba a granel una parte de lo que nos tacara. Entonces ponía la parte de Tíoneno sobre la rastra y se la llevaba hasta su casa en caso de que el Río no tuviera agua.  De lo contrario el viaje se daba a caballo. Generalmente la cosecha de frijoles llegaba hasta los once o doce quintales - tal vez un poco más - si ningún contratiempo climático lo impedía. Recuerdo que el terreno se hacía "bajo" a la orilla de la cerca de Gocéndez. Y que allí la tierra era medio arenosa y relativamente poco fértil. Cuando llovía mucho el agua se encharcaba y ni con zanjas de urgencia era posible desviarla toda hacia el potrero y hacia la laguna de Pablo. Ello provocaba que las plantas crecieran debilitadas, medio "emborrachadas" y que produjeran menos. Por suerte se trataba de una lista de tierra casi insignificante. Después le daba candela a las fritadas trilladas y entonces se preparaba para la cosecha del arroz - que era nula o muy limitada antes de 1967 porque todavía el arroz era un producto que se podía conseguir en las "tiendas del pueblo" - o la del maíz en caso de que hubiera decidido sembrar maíz dentro de la frijolera. Pero antes del fuego veíamos como algunos de los moradores del barrio que no tenían tierra recorrían todo el campo de frijoles buscando alguna mata quedada con alguna cajeta o cajetas sueltas. Y lo mas interesante era que - a pesar de que pensábamos que lo habíamos recogido todo - siempre salían, por lo menos, con una "comida" debajo del brazo. Sembrar maíz dentro de los frijoles se hacía ocasionalmente. Por mi parte mi interés de niño estaba centrado en un punto especial. La quema del rastrojo de los frijoles y la germinación de las miles de semillas de cardosanto que esperaban su turno debajo de la tierra me garantizarían otra temporada magnífica de casillos y de palomas que bajarían desde la Loma para hartarse de las mágicas semillitas negras hasta tanto mis trampas tumbaran al casillo y ellas quedaran, indefensas, debajo de las tablillas de bienvestido enaricadas.Y me garantizarían, además, que cada día el potaje de frijoles negros "nuevos" de mi mamá quedara sencillamente irresistible.
La "temporada de frijoles" terminaba definiendo el stok que necesitaríamos para el próximo año.  Guardando el medio quintal sagrado para semilla,  separando la parte destinada a la familia que no tenía tierras, la de regalos, la de trueques con la gente del pueblo que llegaba con sus cosas para "cambiar", la destinada a las ventas de urgencia y la de la comercialización oficial. Mi papá tenía un cliente seguro. Y muy fiel. Se trataba de Domingo el Curro. Domingo llegaba inmediatamente después de terminada la cosecha y compraba un quintal de frijoles. Entonces el quintal valía cien pesos, tal vez un poco más, y era una buena cifra para los tiempos que corrían. Como ya he citado la visita de El Curro para comprar frijoles en detalles en otra parte de estas Nostalgias no abundaré. Solo agregar que El Curro ya no era "un muchacho" y que todavía no se había casado. Lo que haría muy pronto. Cuando el Viejo se estaba quedando sin efectivo cogía algunas libras de frijoles - generalmente una arroba - y las vendía a sus clientes en Caibarién. Me parece que la libra estaba sobre el peso en el pueblo. De modo que regresaba con veinticinco pesos y eso era casi una pequeña fortuna para una familia que solo necesitaba comprar lo esencial.
Mis padres guardaban una cantidad  casi exacta de libras de frijoles para el consumo del año. Un quintal tenía veinte jarros de cinco libras. Cada jarro de cinco libras tenía nueve latas de leche condensada. O sea, cada saco de cien libras tenía ciento ochenta latas de leche condensada. De modo que dos sacos de cien libras tenían trescientas sesenta latas de leche condensada. Vale decir, una lata para cada dia del año. Pero con la llegada de mi hermana hubo que agregar media lata más al consumo diario. Ese agregado mas los "agregados" que siempre iban a ser necesarios a lo largo del año les daban una cifra aproximada que nunca violarían. La cuenta era fácil: trescientos sesenta y cinco días por dos latas igual setecientas treinta latas igual cuatro quintales aproximadamente. De donde se descontaban las pocas ocasiones en que no se cocinaba frijoles porque la carne en salsa les sustituía, los frijoles que daban por la cuota o las visitas a las casas de los familiares. Por esos motivos era que siempre llegábamos bien ajustaditos a final de camino. Cuando me bequé y cuando mas tarde lo haría también mi hermana mis padres disminuyeron el consumo y entonces hubo mas frijoles para "evolucionar". En caso de que ese año mi padre hubiera decidido sembrar maíz de agua 2 dentro de la frijolera - el verdadero maíz de agua es el que se siembra en Abril - teníamos que esperar a que el maíz terminara de secarse para cosecharlo.


Luis Eme Gonzalez.
Swetwater, Miami, Florida.

No comments:

Post a Comment