Monday, March 28, 2011

HACIA EL FONDO DEL MUNDO.(2).-

Mientras observaba a las aeromozas suecas vestidas de rosa subido de tono bajo sus cabelleras trigo los parlantes anunciaron la salida del vuelo de Sol y Son. Eran pasadas las siete de la noche. Para entonces la pareja chilena, amigos que vacacionaban en Cuba, me había ilustrado acerca de "piezas" baratas para rentar y de lugares en donde se podía comprar a precios de ganga. Eran estudiantes de Plástica y Concertacionistas confesos y conversos. Antes de abordar ella me dio su teléfono y una dirección en la Comuna de Recoleta. En ningún caso cité mis inclinaciones sociopolíticas. Los pasajeros subían tan enojados por la tardanza que pensé hubieran votado  "no" en  cualquier Referendo que los vinculara con el uso futuro de  Aerolíneas Cubanas.
La señora chilena que me había "asesorado" en las salas del Aeropuerto y que  había prometido llevarme "hasta el centro de Santiago "en el auto" de su hijo si mis "amigos" no me estuvieran esperando porque costaba "no menos de veinte lucas en taxi", me ayudó de nuevo en la búsqueda de mi asiento. Ventanilla izquierda, sobre el ala. Se trataba de un IL 62 soviético, de dos hileras de butacas. A mi derecha viajaba una jovencita cubana "turista", sola, y en el tercer asiento del pasillo un chileno cuarentón, calvo y tan parlante como Neruda en los albores de Parral. Luego sabríamos que, excepto cuatro cubanos, todos los viajeros eran chilenos. Fastidiado por mis "asesores" compatriotas que habían disertado acerca de la manera en que se "debía vestir" en los aviones, observé el desenfado con que volaban ellos. Chancletas y pulóveres y shorts sobre mi jean, camisa veraniega y mocasines beige. Me sentí anciano conferencista en un playa beat. Pero nadie me miraba.
Jamás había volado. Y tenía miedo. El slogan que hablaba de que el "avión" es el medio mas seguro podía ser cierto pero me quitaba el sueño. Sin embargo ahora se trataba de un miedo "compartido" para el que no había marcha atrás. Volaba diez mil kilómetros o me quedaba en el kilómetro cero. Tan diferente que hubiera sido volar cuarenta y cinco minutos sobre el Golfo de México si aquella rubia oxigenada no me dice "espere fuera la respuesta" a fines del año 2000 y no mata la magia de las "noventa millas". De modo que esperaba el primer movimiento del IL 62 con una mezcla de terror y complacencia. Dentro del cilindro con alas no podía explicarme como los motores eran capaces de mantenerlo a trece mil pies de altura sin que la fuerza de gravedad hiciera nada. O se trataba de la "antigravedad" que postulaba Isaac Asimov en su libro  Estoy en Puerto Marte sin Hilda?. Podía explicármelo fuera, no obstante. Casi oscurecía cuando comenzó a moverse. Enfiló sobre la pista que miraba al Sur y sentí los mismos baches de las carreteras y el mismo ruido de los metales provocados.
El chileno me ayudó con el cinturón. Cuando se estabilizó el vuelo solo vimos un pueblo ortogonal debajo y la campiña verde. Pensé que generalmente se vuela a trece mil pies de altura y con velocidad crucero de 800 kilómetros por hora. Por tanto nos llevaría como nueve horas y fracción llegar a Santiago de Chile porque volábamos sin escala. Antes de que se hiciera la noche ya había percibido los "baches aéreos" de que también me hablaron los "asesores" y la extraña sensación de que tal parece que la nave está gravitando sin moverse.
Todavía hoy me parece que volábamos al Oeste. Confusión que me asalta constantemente incluso en tierra. Tengo que pararme sobre tierra firme y establecer los puntos cardinales para ubicarme. Sabía que tendríamos que vencer al Caribe para entrar al Continente pero desconocía por qué sitio haríamos la entrada. Era de noche pero igual saqué un pedazo de papel cartón del bolso de mano porque la Agenda se me había quedado en el equipaje mayor. Comencé un "Nochario".
Varias veces guardé y volví a colocarme la prótesis porque sabía que tenía que domarla y acostumbrarme aunque rabiara como "un carnero", según palabras de mi madre.(1) Las luces interiores del avión solo se prendían cuando daban la cena frugal u ofertaban tabacos y bebidas cubanas e internacionales. Me di cuenta que los chilenos devolvían las bandejas intactas, no compraban nada e iban todo el tiempo a un lugar que pensé era el baño, en la proa. Me extrañé de que no hubiera televisión o música indirecta. Intercambié muy pocas palabras con mis coasienteros porque no solo iba anotando cada fulgor aparecido abajo sino que apenas podía soportar la prótesis y además, el cuarentón "pelao" no paraba de latear a la compatriota con preguntas que tocaban todas las aristas posibles. Recuerdo que la chiquita me dijo que iba "de visita y regresaba". Lo dijo como si yo fuera un Agente de la Seguridad Cubana. Contesté que "yo también" pero cuando sonreí supimos a qué atenernos. Posiblemente fuimos los únicos viajeros que apenas durmieron durante la travesía. En mi caso ni un solo minuto.
Debajo no había otra cosa que oscuridad total rota por el ala blanca del avión. A veces aparecían luces dispersas que las pensaba mercantes y cuando eran compactas las suponía ciudades. Soñaba con imaginar ciudad de Panamá y el Canal pero eso no fue posible. La única visión que me pareció gran ciudad se dejó ver como a las seis horas de vuelo. Un abigarrado incencio  en forma de zapato, más largo que ancho. Un incendio sin concesiones al espacio oscuro. De pronto los parlantes anunciaron que "muy pronto volaríamos por sobre la ciudad argentina de Mendoza" y la aeromoza, ataviada como si trabajara en un mercadito cubano de Arrollo Naranjo, pasó con su carrito sobrio ofertando golosinas. Acepté un vaso de Coca Cola y guardé de nuevo las cositas con sabor lácteo para regalárselas a la chilena. Los chilenos dormían y los que no, la dejaron pasar con la indiferencia del que está a dieta durante vuelos. La seguía un hombre calvo, vestido como si se dispusiera a abordar un Camello en Ciudad Deportiva, con otro carrito similar. Enseguida regresaron hacia la popa. No habían tenido una noche buena. Me pregunté por qué solo nos acompañaba una aeromoza sin nada destacable, evidentemente con mas de treinta años, tan diferente a las suecas de Rancho Boyeros y tan alejada de todo lo que había oído y leído acerca de las exigencias plásticas que piden a las chicas que quieran dedicarse a esa profesión. Me pregunté, además, por qué un hombre hacía de "aeromozo", regalando una estampa que estaba muy lejos de los parámetros internacionales. No podía creer que solo dos personas atendieran un vuelo que conducía a más de trescientas personas durante más de nueve mil kilómetros. En el fondo no me importaba. Siempre he sido muy coloquial y mido las apariencias con raseros muy distantes de la norma. Pero, estábamos realmente tan mal en Cuba que permitíamos que los viajeros se llevaran tal impresión de un vuelo de Cubana por muy económico que fuera?.
Sabía que entre Mendoza y Santiago la distancia es muy corta y no olvidaba que ahora volábamos sobre Los Andes. Pero ni vestigios del amanecer. De improviso apareció una llamarada a mi izquierda y noté que el avión perdía velocidad y altura en tanto hacía los círculos de rutina para el aterrizaje. El chileno se estrujó en su asiento, se inclinó hacia delante y giró su cuerpo alejándolo del pasillo. La gente comenzó a moverse y a viajar al baño. Recordé que no lo había hecho ni una sola vez y les seguí. Era un hinodoro de aluminio con lavabos ítem y piso de formaica. Olía muy mal. No supe si se trataba de una larga noche de uso continuado o de la frugalidad por los "tiempos malos" que atravesaba la nación, y por ende, sus instituciones. El caso es que me dije que no era verdad que acabábamos de volar en la Compañía Sol Y Son de Cubana. Lo habíamos hecho en Agujero Negro y Rumba.
El chileno disertó sobre "cerros" y "parques", sobre "Comunas" y "poblaciones". En verdad, todo el tiempo la mar de luces era cortada por espacios elevados o por extensas zonas sin luz. Era un océano infinito de claridad en el alero del amanecer. Pero no podía comparar el "tamaño" del "incendio" porque había viajado de noche sobre la Nada, muy alto, y La Habana no pasó debajo cuando despegamos allá. Mis miedos a volar están marcados, sobre todo, por el aterrizaje. Es posible despegar y volar en "línea". Pero "dejarse" caer, sacar los neumáticos, encontrar la pista, frenar, son aspectos que no caben en mi pobre cabeza intelectualoide. Sin embargo el IL pudo hacerlo con solvencia sobrada.
Me despedí de la pareja de amigos con un guiño de ojo y la promesa de llamarlos. De la señora asesora de sala de aeropuerto con la mano pendulada y la posibilidad de encontrarla si mi gente no me esperaba. Pasamos el túnel. Esperé mi gusano en la cinta de equipajes y recuerdo que la tarjeta de propiedad estaba dentro pero el encargado chileno me lo dio sin requiebros. Me coloqué el cartón con mi nombre en el pecho. El vuelo llegaba con varias horas de retraso y dudaba de que me esperara alguien y en tal caso tendría que sentarme a ver qué haría en tanto telefoneara a algunos de los colegas de mi amigo académico. Había enviado una foto de cuerpo entero con mi barba de siempre a la señora junto con sus 300 us. No tenía sus señas aunque sabía  era una cincuentona regia y bien conservada con pedigree árabe.
Me sentí un niño Peter Pan en el Miami de los sesenta, un inmigrante italiano a la vera de la estatua de la Libertad en Nueva York y hasta un señor judío que busca a sus parientes en Miami Beach después de cualquier Holocausto. Pero demoré poco en mi pose de ciudadano con cartel de identificación en pecho. Una mano delante de una sonrisa franca se tambaleó y un dedo me apuntó como si tratara de desmatarme en el fondo del mundo. "Luis Manuel", dijo. Agregó que me reconoció "altiro" por la foto que traía. Me presentó al hijo, un joven como de treinta años, que había estado en Cuba de visita turística hacía muy poco. Subimos a un bar terraza para desayunar pero le expliqué por qué no podía comer nada duro y le acepté un café. No se habían marchado pues "todo el tiempo se preocuparon por la salida del avión desde La Habana" y por nada del mundo "me dejarían solo en Santiago". Me tenían una "pieza" en el  "Centro", provisional, y enseguida me ayudarían a encontrar a mis contactos así como a tratar de hallar algún trabajo para "empezar". Amanecía cuando salimos en un Fiat pequeño. Le entregué sus regalos que incluían dulces especiales de maní y de coco y me preguntó si podía "prestarle" cierta cantidad de "plata" porque andaban con "problemas" de liquidez y aseguró que me la devolverían muy pronto. El hijo dijo "mamá, cómo se te ocurre, si el hombre acaba de llegar". Pero fue una frase circunstancial. Aún desconocía que ella me suponía un tipo con plata suficiente como para aguantar un temporal. No me negué y le di la cifra. Me quedé como el Gallo de Morón, sin plumas y cacareando. Entre la espada y la pared, no me quedó otro remedio que "recostarme" Estaba solo, a casi diez mil kilómetros de mis sitios, y nadie más que ella podría ser la tabla de salvación. El hijo me había cambiado cien dólares en el propio aeropuerto. El cambio estaba a poco menos de seiscientos pesos por dólar. Por tanto, de sopetón, me había convertido en un turista intruso y solitario en una ciudad desconocida que disponía, apenas, de unos 55 000 pesos nacionales.Lucho Robinson Cruzoe.
Con fondo Poniente de Cordillera de Los Andes entramos a la ciudad. Me gustaban sus calles rectas y limpias, sus edificios uniformes en las diez quince plantas y no me extrañó la gente en las esquinas tratando de vender de todo. Nos detuvimos en el frontis de un edificio de dos plantas en una zona moderna con amplias avenidas y algunos rascacielos en la calle Curicó. Mis Lazarillos tocaron a la puerta. Salió una mujer pequeña, de mediana edad, con ínfulas de rubia y muy pecosa. Pasamos. El primer día estaba reservado y pagado y prometí liquidarlo mas tarde. Poco más de cinco mil pesos. Diez dólares y fracción. Acordamos  que le pagaría por día porque se trataba de un alojamiento provisional. Nos despedimos con la promesa de mantener el contacto permanente.
Subí con la mujer pecosa que siempre contestaba con un "ya" para cada pregunta que le hicieran. Me abrió la puerta de una habitación muy pequeña, equipada con lo necesario y me enseñó el baño, que era colectivo, y regresamos al primer piso para que viera la cocina.
Me encerré en mi pieza. Había mucho calor en Santiago ese cinco de Marzo del 2001.Intenté continuar el Diario. No pude. Me tiré en la cama personal. Para esa época ya era un tipo sin lágrimas. El revoltijo de ideas en mi cabeza casi me las saca del lugar en donde tienen que estar escondidas. Lloré hacia dentro.
Quizás mañana nuestro llanto quede atrás.

(1).
Pasaría muchas semanas "maldiciendo" al Gran Dentista Villalba. Mis padres me habían advertido de lo que cuesta adaptarse a una prótesis aunque se tratara de la superior. Mis dientes se habían "entregado" ante tanto empaste ( y tanta cosa dulce desde la más temprana infancia) y tuve que extraerlos para proterizarlos.Villalba fue el encargado de hacer el trabajo en tiempo récord. Porque sin la prótesis no volaría.


Marzo 28 del 2011.
Miami, USA.
Luis Eme Glez.







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