Saturday, April 30, 2016

EL HOMBRE Y EL ESQUELETO.-



Tomado de Grandes Nostalgias.
Cuentos de sobremesa al filo de las 12 de la noche.




El Gran Hacendado tenía grandes plantaciones de caña de azúcar, potreros interminables dedicados a la cría extensiva de ganado vacuno y una de las arboledas más pobladas de la región central del país. La arboleda tenía valiosos ejemplares de maderas preciosas y todo el Panteón de las frutas tropicales conocidas. El Gran Hacendado disponía de tres bohíos para el alojamiento de los trabajadores que llegaban desde todos los puntos de la Región en busca de trabajo. Uno de ellos estaba destinado a los monteros que se ocupaban de atender a la gran cabaña vacuna. El segundo era para los cortadores de caña de azúcar. El tercero era un bohío muy pequeño que solo disponía de una cama y que se usaba cuando los restantes estaban totalmente saturados. Este bohío siempre estaba disponible después de las 12 y 10 minutos de la madrugada. Porque, sin excepción, todo futuro trabajador que lo tomaba no pasaba de los diez minutos en su interior. Cuando el resto de los obreros se dio cuenta de que algo extraño pasaba con el minirrancho personal - jamás aparecía por la mañana el hombre que supuestamente lo estaba habitando - se pusieron de acuerdo para descubrir el momento justo en que saldría el inquilino  o en su defecto cerciorarse de que no salía nadie y entonces penetrar y descubrir el misterio del Bohío Personal. No tuvieron necesidad de entrar mas allá del patio. Alrededor de diez minutos después de la media noche todos los hombres salían corriendo, despavoridos y desnudos, tras haber dado un portazo poderoso  y se perdían en la arboleda y jamás regresaban a los predios del Gran Hacendado. El Gran Hacendado no tenía palabras para explicar la estampida de sus nuevos contratos. Tampoco el resto de los trabajadores, que al fin habían penetrado al bohío sin descubrir nada especial que los hiciera elucubrar con aquellas carreras de los ocupantes que daban la impresión de haber vivido minutos aterradores en el mismísimo Infierno antes de partir enloquecidos delante de la furia indivina del Diablo. Se decía que el bohío estaba embrujado y alguno que otro trabajador habló de intentar dormir una noche allí pero finalmente nadie se atrevió. Ni siquiera en pareja. El Gran Hacendado no creía en misterios del Masallá y comoquiera que nunca había tenido un muerto allí por el que dar explicaciones a la Justicia dejaba que las cosas pasaran hasta que llegara alguien que no saliera como el perro que tumbó la lata y se quedara a ganarse sus dineros en la Gran Hacienda. El sabía que, inobjetablemente, allí existía algún misterio inexplicable y hasta tuvo la idea de derribar el bohío y barrerlo de la faz de la Propiedad o de buscar  algún santero de Cascorro en Camaguey o de Palmira en Las Villas para que pusiera orden, por si las moscas. Pero siempre tenía muchas más cosas importantes de qué ocuparse y la idea se fue borrando de su cabeza. Sin embargo cada vez que llegaba alguien y no había disponibilidad en los otros albergues él le contaba lo que supuestamente pasaba allí y le hacía la historia de lo que había pasado con el cien por ciento de quienes habían intentado dormir la primera noche. Porque el Gran Hacendado hacía de la Verdad toda una Coartada. Algunos respondían "pues entonces muchas gracias señor, así no podemos, la verdad" y se marchaban temblando. Otros lo intentaban y diez minutos después de la media noche el resto de los obreros asistían, obnubilados, a la bestial estampida de los hombres, mudos y desnudos con la ropa en sus manos, cogiendo por el camino de la arboleda como alma que lleva el Diablo. Finalmente el Gran Hacendado decidió derribar el Bohío Personal el segundo lunes de Abril poco después de que uno de sus hijos mayores atrapara un catarro de temporada tan fuerte que no se le quitaba ni con los remedios del  Médico Chino. Porque el Gran Hacendado no creía en los misterios del Masallá. Pero sí creía en los del Masacá y no podía evitar hacer ciertas Asociaciones Misteriosas marcadas por la Duda Eterna. Entonces el domingo por la tarde se apareció un hombre joven en busca de trabajo. El Gran Hacendado necesitaba de urgencia un nuevo vaquero porque su vaquero estrella había decidido retirarse después de un cuarto de siglo de servicios y el tipo tenía pinta de John Wayne, con una resolución en su rostro que imponía respeto. De modo que decidió entrevistarlo y para el caso de que el hombre dijera que estaba dispuesto a correr la aventura de la primera noche y que amaneciera allí a la mañana siguiente entonces el derribo del Bohío Personal podía esperar hasta nueva orden. Terminada la entrevista y detallada la historia de lo que siempre pasaba con los moradores del bohío el hombre joven mantuvo la resolución en su rostro y dijo "no importa, lo tomo, yo sé de reses". De modo que el Hombre se levantó de la silla, le apretó la mano y cuando salió al patio de la oficina del Gran Hacendado un señor entrado en años lo estaba esperando y le dijo "sígame". Lo precedió hasta el Bohío Personal. Le abrió la puerta. Si usted ya ha comido está bien, el clavo de hierro está entre dos tablas de palma a la altura del hollo en el varal, le explicó. Mañana al amanecer estaré ante la puerta para ponerlo al día en cuanto a los servicios de la Hacienda, agregó. Muy bien, gracias, dijo el Recién Llegado. Se trataba de un bohío clásico cubano y no era la primera vez que el Hombre iría a utilizar uno de ellos. No había otra cosa que una columbina personal con espaldar de hierro fundido, un escaparate rústico, un sillón de mecedera muy viejo y un espejo cuadrado con marco de lata colgando de un hilo a la mitad de uno de los horcones. El piso era de tierra blanqueda con cocó de la loma de Ramoncito Navarro, el techo de guano  y las paredes de tablas de palma real sin pulir. Sobre la colombina había una colchoneta ligera del grueso de un paño de yegua y sobre la colchoneta una sábana amarillenta, una almohada dispareja y una colcha azul opaco doblada en cuadros. El Hombre colocó su matul dentro del escaparate y solo extrajo el reloj despertador Ottolina y lo depositó sobre el fondo de madera del sillón de mecedera. El Hombre se dijo que el bohío no era más que un bohio normal para campos cubanos y se preguntó qué diablos sería lo que pasaba allí adentro después de las doce de la noche que hacía que todos los moradores salieran despavoridos sin ni siquiera mirar hacia atrás ni recoger sus pertenencias. Seguramente más cuentos de caminos, más asuntos de Magias y de Daños y de muertos que salen a las doce en punto, pensó, ironizando, el Hombre. Antes de tirarse en la cama el Hombre salió a mear al patio y escuchó la transmisión radial del juego de pelota entre Almendares y Cienfuegos que salía desde el Bohío Mayor en donde dormían parte de los trabajadores de la Hacienda. Pero no le prestó mucha atención porque su deporte favorito era el boxeo y el Gran Kid Gavilán no tenía ninguna pelea en Programa por estos días. Los trabajadores hablaban en voz alta y discutían cada momento del partido. El Hombre regresó al interior del bohío, pasó el clavo de hierro por el hueco del varal y se sentó en la mecedera hasta que le sorprendiera el sueño. No había traído ni un periódico ni una revista ni un libro porque no estaba seguro de conseguir trabajo en la Hacienda. Ni siquiera una libreta de notas y un lapicero. Si las cosas le fueran bien regresaría a la ciudad el fin de semana en busca de material informativo y de una radio de pilas. A través de las paredes también llegaban las voces de los hombres que jugaban al Dominó en la noche temprana. Diez minutos para las doce el Hombre se quitó la ropa y la depositó sobre el espaldar de la mecedera. Después se despojó del calzoncillo porque el Hombre había dormido desnudo toda su vida y lo colocó sobre la asentadera del sillón. Esta noche no iba a ser la excepción y además, no se podía imaginar qué cosa tan escalofriante podría hacerlo salir desnudo con la ropa en la mano, temblando delante de alguna aparición sobrenatural que le pusiera la carne de gallina. Ni siquiera los esbirros del Tirano Fulgencio Batista ni la Policía Montada de Sagua la Grande durante la Huelga de Abril habían podido doblegarlo. Por algo sus amigos le decían que era "más guapo que Maceo" y que la palabra miedo "nunca había estado en el Diccionario de su vida". Sin embargo el Hombre sabía que la palabra "misterio" sí estaba en el Diccionario de su Vida y que él recordara todavía no se las había tenido que ver con los demonios del misterio. A las doce en punto apagó el farol con un soplido de sus pulomones invictos y bajó el cristal ovalado presionando el gancho metálico con su dedo índice. La noche estaba fresca en el centro de Febrero pero no se cubrió con la colcha. En realidad no pensaba que fuera a ocurrir nada en el interior del bohío y calculaba que la gente estaba sugestionada por alguna leyenda campesina que les hacía ver cosas donde solo habían retazos de rutina nocturna. Para entonces el juego de pelota habría terminado y los jugadores de Dominó estarían roncando en sus columbinas calcadas. Sin embargo el Hombre creía estar escuchando pisadas a lo lejos y respiraciones entrecortadas que no tendrían nada que ver con lo que pasaría en su rancho porque se trataba de "cosas exteriores". De modo que intentó bajar los párpados. En ese momento el huevo de luz naranja apareció en el ángulo del caballete del bohío y el Hombre dejó a sus párpados abiertos ser testigos de la aparición de la luz.  Ah, así que la cosa es otra "luz" que sale a la media noche, se dijo. El Hombre observó con calma. El caballete estaba impecable, de modo que ninguna estrella podría pasar su brillo a través de él. La luz tenía forma ovalada y era una sola luz. Así que no podía ser el ojo gigante de un ratón tuerto. El Hombre permaneció bocarriba mirando al huevo naranja en el caballete y pensó que la gente no se mandaría a correr simplemente por haber observado una luz arriba de su cama, que algo más tendría que pasar. Y pasó. El huevo se estiró por los bordes abultados en su ecuador y se convirtió en un rectángulo como de seis pies de largo por unos dos de ancho. El Hombre estuvo a punto de levantarse de la cama y salir al patio por si se trataba de alguna broma de los trabajadores - a los que no había sido presentado la tarde anterior - pero se arrepintió. Ningún huevo con forma de travieza gigante de línea de ferocarril me hará mover de este sitio, decidió. Una cosa era cierta: algo pasaba en el bohío después de la doce de la noche y evidentemente nadie escapaba de ello. El Hombre no tenía miedo porque solo tenía curiosidad. Y porque estaba cansado de escuchar las historias tenebrosas de Lliye Lara en los campos de San Manuel sin que los temblores que asolaban a aus primos y amigos se le aparecieran a él. A las doce y media los vaqueros y los cortadores de caña dejaron de pisar la yerba y de respirar entrecortadamente en los frontis de sus albergues. Estaban paralizados porque habían pasado más de veinte minutos  y el hombre no salía de su bohío. O estaba muerto de miedo. O estaba muerto después del miedo. O esta noche de Febrero no había ocurrido nada especial dentro del bohío. O estaba ocurriendo y el Hombre simplemente había resisitido a todos los fantasmas de la madrugada. Los trabajadores no se movieron de sus posiciones. Esta noche tendrían que esperar un poco más. Dentro, el Hombre estaba esperando la próxima transformación de la luz travieza gigante de ferrocarril. Que no demoró en manisfestarse. El listón naranja se fue convirtiendo en un listón redondo de color marfil y comenzó a girar sobre su eje lentamente hasta revolucionar con fuerza inusitada. Cuando se detuvo, donde había fulgurado una barra de madera naranja había un Esqueleto perfectamente conformado que se apoyaba con los huesos anteriores de sus brazos en los bajantes del techo  que custodiaban al caballete y mantenía las piernas muy juntas adheridas a la solera del caballete por los calcañales. El Esqueleto parecía un paracaídista listo que se fuera a lanzar desde el caballete del bohío sobre la persona del Hombre. Asimismo me ponía yo cuando me tiraba desde el guamá de la Poza del Dajao en Yaguey, recordó el Hombre. Hasta ese instante el Esqueleto era solo un ente estático, "muerto", al estilo de un cuadro macabro en el caballete del bohío. Veremos qué "toca" ahora en el Programa del Hueso, caviló el Hombre. Y tocó. El Esqueleto comenzó a mover las mandíbulas como si intentara hablar. El Hombre sentía, abajo, el chocar de su dentadura. Hasta que le salió una voz como la voz impostada de un ventrílocuo. Quieres que te tire un brazo, preguntó. Dale, por qué no, viejo, dijo el Hombre. De improviso el brazo derecho del Esqueleto se desprendió de su osamenta y cayó exactamente sobre el suyo. El Hombre sintió la frialdad del cúbito y del radio y del húmero sobre su piel. Ahora sí que usted va a ver, carajo, dijo el Hombre en voz baja, esto está tomando pinta del mejor Poe y del genial Lovecraft. De todas maneras se pellizcó el muslo izquierdo por si no estaba soñando un sueño tenebroso con Esqueleto Superior. El pellizco le dolió. El Hombre recordó que durante toda su vida había sido un ateo consuetudinario y que siempre se había pasado cada una de las historias de santeros y de sustos por el forro de los cojones. Sin embargo, pensó, dicen que la magia negra existe, tal vez estemos en presencia de un acto como tal y yo haya sido el elegido por haberme quedado, desobediente, en este bajareque de mierda. Sobre su brazo la gelidez del hueso ahora se volvía baba de color marfil apergaminado y hacía de pegamento. Quieres que te tire el otro brazo, volvió a preguntar el Esqueleto. Seguro, viejo, cómo no, dale. El Hombre pensó que para cuando tuviera encima de su brazo izquierdo el brazo izquierdo del Esqueleto el cuerpo de la Aparición Caballetal se desprendería de Allarriba porque no tendría con qué sujetarse, Falso. El Misterio hace lo que quiere. Muy pronto se repitió la frialdad del hueso sobre su piel y aquella baba marfil que lo adhería con fuerza sobrenatural sobre su extremidad superior. El Hombre supo entonces que las preguntas se repetirían hasta que no quedara ni un solo hueso del Esqueleto debajo del caballete que no hubiera caído sobre su cuerpo desnudo. Cuando todo el Esqueleto estuvo descansando sobre su cuerpo el Hombre pensó que si sus ojos pudieran salirse de debajo de aquel amasijo de huesos gélidos y observar la escena macabra desde lejos seguramente la escena simularía un gran espejo con capacidad de realizar radiografías repitiendo la imagen del cuerpo de abajo. El Hombre calculó que el Esqueleto lo iba a estrangular y se preparó para tratar de evitarlo. Sonrió al pensar que el Saco de Huesos Fríos y Babosos podría intentar poseerlo o pedirle que "le hiciera el amor" como pedían las mujeres en las radionovelas de Radio Progreso. Pero el Esqueleto no hizo nada de eso. Con un estremecimiento telúrico se separó de su cuerpo, levitó un instante sobre él y se trasladó, en un vuelo vertical, hasta el frente de la mecedera. Aquel estremecimiento fatídico le recordó al Hombre la historia de Moronero en la que los esqueletos de sus bueyes muertos eran capaces de removerse en sus tumbas a ras de tierra en el bosquesito del potrero cada vez que él pasaba por allí y mencionaba sus nombres. El Hombre miró al Esqueleto. Tenía una postura casi digna y el Hombre pensó que con solo un poco de carne sobre su armazón ósea  podría aparentar un hombre joven y esbelto. El Esqueleto estaba en posición de firme cuando dijo con su voz de ventrílocuo impostada "usted es el hombre que he estado esperando durante varios años". En serio, preguntó el Hombre, pues ya lo encontró. Levántese, ordenó el Esqueleto. Y sígame, agregó. Se dio la vuelta como si estuviera girando sobre un ladrillo y se dirigió a la puerta. El Hombre sonrió piadosamente y recordó a los esqueletos "rumberos" que eran capaces de realizar hasta giros de "casino". Sacó el pasador de hierro del varal y lo tiró al piso. Se volvió. El Hombre estaba detrás de él, desnudo. No, dijo el Esqueleto, vístase igual a como llegó ayer por la tarde y recoja todas sus cosas porque nunca más regresará a este lugar de hombres cobardes. El Esqueleto abrió la puerta. Salió a la madrugada. Salga y sígame, reordenó. Los vaqueros y los cortadores de caña y el mayordomo solo vieron al Hombre de la tarde anterior caminar hacia la arboleda con su brazo derecho extendido como si alguien invisible lo fuera halando con el suyo. El Hombre miraba al frente, caminaba erguido y sus pasos eran pasos normales como los de alguien al que llevan a un sitio predeterminado. Los trabajadores supieron que también este se iba del bohío porque vieron el matul colgando de su hombro pero se preguntaron por qué no lo hacía desnudo, corriendo despavorido delante de lo que provocaba las horrendas estampidas de los otros. Estoy seguro de que se acabó el misterio del Bohío Personal, dijo el mayordomo. Esta vez los trabajadores decidieron no entrar al rancho porque la novedad había matado todas sus espectativas. Por qué estás tan seguro, preguntó uno de los vaqueros novatos. Porque siempre supe que ese tipo tenia un par de cojones de verdad y porque lo halaba una Cosa Invisible para los ojos humanos hacia algún lugar que sospecho es un Lugar Especial. Así que tú crees en esas cosas. Claro que creo, y no lo olviden, oiremos hablar del Hombre algún día, no lo olviden. El Esqueleto caminaba con pasos largos y exactos con rumbo a la arboleda. Penetraron en ella y no se detuvieron hasta que llegaron a una ceiba portentosa que había en el lindero occidental. El Esqueleto se recostó al gran tronco de la ceiba. Las peluzas de lana caían sin sus cajetas como lluvia fina desde la copa del árbol y el Hombre recordó las almohadas que rellenaba su madre en las noches aburridas. El Esqueleto miró al Hombre de arriba abajo. Eres un verdadero pingú, hombre, celebró. Tranquilo, qué viene ahora, dijo el vaquero. Dale media vuelta al tronco de la ceiba. El Hombre lo hizo. Qué hay ahí. Un pico y una pala. Cuando yo me vaya cogerás el pico y cavarás un hueco de dos metros de profundidad y uno de ancho debajo de aquella mata de canistel, la vez. Claro, la luna está como el día. Hay una piedra redonda como teta de señorita al norte de la mata, haz el hueco debajo que allí hay algo para ti. Correcto, así será, señor. No me adules que lo que te has ganado te lo has ganado por tus cojones y no por tu lengua. Gracias, estamos parejos entonces. Cuando veas las dos grandes botijas no las toques, echa de nuevo la tierra sobre ellas y coloca la piedra sobre el sitio y te vas para el pueblo que nadie tendrá ojos para ver lo que hiciste y regresarás mañana después de las doce de la noche para que te las lleves y hazlo sin preocupación que nadie tendrá ojos para ver lo que haces. Muy bien, entiendo. No tienes que empezar a creer en nada. Lo sé. Si alguna vez tuvieras que explicar por qué tu vida cambió de la madrugada a la mañana puedes decir que algo o alguien o lo que sea te dio la Guaca de Pajarito porque eres el tipo más pingú del país pero lo mejor sería que no dijeras nada, total si se acabaron los patriotas y nadie te creería. Entiendo, Esqueleto. Así se habla, no te voy a tender la mano porque ahora mis huesos no estan fríos y sé que me los apretarías como si fuéramos amigos y eso no es verdad, pero sí te deseo buena suerte porque ya no puedo hacer mas nada por ti. Me las arreglaré solo, Saco de Huesos. Eso pensé, Saco de Huesos Cubiertos de Carne Joven Trigueña. Sé lo que estás pensando. Eso pensé. Crees que haría lo mismo cuando muera. No podrías. No. Eres una bola de cojones pero todos los muertos no tienen la capacidad de regalar riqueza. Entiendo. Tú seras un muerto de Testamento. Lo seré. Imagino sepas quién fue Pajarito. Claro, la Historia de la Patria es mi pasión. No me sigas hablando bonito que ya te dije cual era tu fuerte. Disculpa, Esqueleto. La riqueza que te llevas es la paga de sus hombres que formaban parte del Ejército Libertador aquel año. Eso pensé. Así que ya sabes cómo tendrás que administrarla, aunque eres hijo del libre albedrío. Seré digno de aquellos hombres. Tan cojonús como tú. Tan. Eso pensé, vamos, no jodas y dime lo que te mueres por decirme porque lo sé y los esqueletos siempre estamos encantados de que nos repitan las cosas que sabemos. Mi padre me contó de la famosa Guaca de Pajarito y de los millones de veces que él y sus amigos y familiares habían subido a la Loma siguiendo los miles de derroteros que marcaban las historias. Tú también lo hiciste. Sí, Esqueleto, pero a veces yo subí a la Loma con buscadores del pueblo que venían con buscadores de la Capital con máquinas sofisticadas de detectar metales. Tú eras el guía. Lo era. Pero sabías en el fondo que nunca encontrarías nada. Tenía pocas esperanzas , la verdad, pero no se trataba de que encontrar la Guaca de Pajarito fuera cosa de muertos dadores de dinero sino de la enorme dificultad para encontrar un derrotero decente. El Esqueleto intentó un baile rumbero y sonrió. Coño, mira que eres brutalmente sincero. Así es como tú me quieres, no. Claro, además ya no tengo capacidad para arrebatarte la Guaca. Pienso que no seas el General Pajarito, pero qué hay de verdad en eso de que el General detuvo su caballo cuando fue avisado de que una Columna Española lo estaba esperando después del río y le dijo a sus ayudantes que iba a subir al Monte para esconder la plata que llevaba para pagar a los soldados por si acaso. Continúa tu historia. Dicen que el General partió rumbo a la Loma solo con su hombre de confianza y que llevaba el tabaco encendido y que cuando regresó todavía le quedaba un mocho ensalivado lleno de ceniza entre sus labios. Lo que ha permitido a los Detéctives Tabaqueros y a los Medidores del Tiempo y a los Calculadores de Distancias estimar que la plata estaba al cantío de un gallo. Sí, señor Esqueleto. Pero tú sabes muy bien que buscar una Guaca a campo travieza es como buscar una bijaca en el mar. Lo sé. Me estás preguntando que si aquello fue verdad. Claro, porque usted tiene que saberlo. Mira, muchacho yo solo sé de cosas de muertos póstumos. Disculpe. Qué carajo te pasa,  es que no puedes escapar del mundo de la decencia y de sus falsas palabras bonitas. El Esqueleto le extendió su brazo izquierdo. No es para que me saludes, hombre. El cúbito y el radio tenían cortes limpios a ras de superficie y el Hombre pensó que se trataba de marcas producidas por balas de fusil.  Por lo menos usted estuvo en el combate. Qué tú crees. En ese instante el Hombre vio cómo el Esqueleto se convertía en la misma luz naranja ovalada de la media noche, en la travieza gigante de ferrocarril rectangular de la media noche y despegaba hacia el copo de la ceiba envuelto en una nube gris beige que allá arriba se hizo marfil hasta desparecer entre el follaje de la mata sagrada. Ocho años después el Hombre se enteró por los clasificados del Gran Periódico Nacional que la Hacienda en donde había intentado dormir una madrugada de invierno estaba en venta. De modo que tomó el vuelo de la mañana y esa misma tarde sus abogados realizaron la transacción con aquel niño que casi se muere de un catarro de temporada a pesar de los cuidados del Médico Chino por los días en que su padre, descorazonado, había intentado derribar el Bohío Personal. El bohío estaba todavía en pie y fue ocupado inenterrimpidamente hasta que el muchacho decidió vender la Gran Propiedad cuando se dio cuenta de que las Nuevas Autoridades que habían bajado de la Sierra Maestra entre perendeques sincréticos, barbas copiosas y olores nauseabundos podrían intervenírsela en cualquier momento. El muchacho tenía esperanzas reales de jugar beisbol en las Grandes Ligas de los Estados Unidos porque sabía que estaba lanzando la pelota a velocidad de espanto y Agapito Mayor le había asegurado que los pítchers supersónicos siempre eran muy bien cotizados en el mercado del beisbol. El Hombre de la Guaca - que había estudiado Periodismo y realizado un Máster en Derecho Agrario en la Universidad Nacional - remodeló la Casa del Dueño y la ocupó en unión de su esposa y de su pareja de hijos. Muy pronto compartimentó la Gran Propiedad porque deseaba adelantarse a la cacareada y populista Reforma Agraria proclamada por las Nuevas Autoridades. Cada uno de los hombres y mujeres que trabajaban en la Hacienda la tarde que él llegó en busca de trabajo recibió una parcela de tierra. También la recibieron los últimos trabajadores que laboraban allí. El Hombre pidió a sus Agrimesores más cotizados que le midieran exactamente cinco caballería de tierra y a sus abogados que las pusieran a su nombre. Finalmente circundó al Bohío Personal con una cerca de mampostería de cuatro pies de alto y lo comunicó con la casa a través de un camino de lajas traídas desde Cambaíto y ordenó una identificación sobre acero inoxidable que decía Museo del Esqueleto encima de la puerta de entrada. Una cerca de alambre de púas de seis pelos clavados a postes de dagame rodeó a la ceiba y al canistel y en el lugar exacto en donde había cavado aquel año en busca del par de botijas colocó una estatua de oro macizo de un metro de alto con forma de huevo. Los bordes exteriores de la cerca de mampostería que rodeaban al Museo del Esqueleto y la cerca de alambres de púas que rodeaban a la ceiba y al canistel fueron sembrados de panales de avispas asesinas africanas blindadas que trabajaban sobre plantas de jía traídas desde Plateros porque al Hombre nunca le gustaron los guadaespaldas. Como el Hombre no pensaba emigrar del país a pesar de todo el entramado de prohibiciones que conocía iban a venir muy pronto desde la Capital se preparó para proteger a sus hijos en caso de que alguien con conocimiento de causa tocara a su puerta para tratar de cerciorarlo de que el asunto de la Patria Potestad era otro de los Nuevos Lineamientos. El hijo mayor de Cándido Perdomo lo asesoró en asuntos de Colmenas porque pensaba dedicarse a tiempo completo a la producción de miel.  Si señor, pinguín pinguín, le aseguró Cándido Junior, los comunistas jamás intervendrán los colmenares, puede estar seguro.  Esa noche sus abogados redactaron su Testamento. Porque él no era un Esqueleto. 


Westchester, Miami, Estados Unidos.
Luis Eme Glez.
Abril 30 del 2016.









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