Saturday, May 16, 2015

EL NIÑO Y EL PADRE.-



Tomado de Grandes Nostalgias.


En el principio era solo un hombre al que su madre le había enseñado a llamar papi y al que siempre veía trabajando la tierra, buscando leña en el monte y saliendo de la casa cuando caía la tarde con rumbo a otra casa en donde la madre le había dicho que vivía la familia Gucende. El hombre vestía pantalón de caqui, camisa de mangas largas levantadas hasta los codos, zapatos altos de piel negra debajo de las polainas color gris claro y un sombrero extraño que no era de guano como el que usaban los otros hombres que venían a la casa y que el niño había escuchado nombrar Jipijapa en su voz. El niño era muy curioso y desde que comenzó a despertarse por las madrugadas cuando el padre encendía la chismosa y lo oía salir hacia la cocina para hacer el café comenzó a tejer en su cerebro el gran horario de sus días. Pero solo cuando la madre le enseñó las primeras letras y él pudo memorizar todo el abecedario y contar hasta el veinte fue que interiorizó que aquel hombre al que llamaba papi tenía una importancia especial en su vida y entonces comenzó a seguirlo a donde quiera que iba y a tratar de hacer casi todo lo que él hacía y a sentirse halagado cuando el padre aprobaba cualquiera de sus acciones. El padre le llamaba siempre niño y un buen día comenzó a invitarlo a que lo acompañara cuando el niño no se habia dado cuenta que él estaba cerca.
En la casa solo había un cuarto dormitorio con una cama matrimonial fabricada con tablas de cedro barnizadas que al niño se le antojaban como salidas desde el centro de la perspectiva. El niño dormía en la sección oriental de la cama y generalmente se volvía hacia el cuerpo de la madre y le colocaba su mano izquierda sobre sus pechos y subía su rodilla izquierda sobre sus muslos. Cuando la madre le daba la espalda entonces el niño trataba de subir su pierna sobre sus nalgas y dejaba vagar su mano del otro lado de su cintura. Cuando el niño se acostaba más temprano que sus padres la madre lo levantaba, dormido, desde el centro de la cama, colocando sus manos debajo de su cuerpo y lo depositaba suavemente en su predio oriental. El niño nunca se despertaba con este cambio de posición y a veces sí lo hacía cuando a su lado los padres realizaban algo que al niño se le antojaba pesadillas compartidas y le llegaban entre quejidos deshabituales y respiraciones exhaustas. Las noches en que el niño se acostaba a la misma hora que sus padres siempre les pedía la bendición porque la madre se lo había enseñado y la madre siempre decía que dios te bendiga hijo y el padre lo repetía igual hasta que  se cansó y entonces solo pronunciaba ummm. Cuando el niño escuchó a la madre decirle al padre que necesitaban una camita para él desde que naciera el próximo hijo comenzó a preocuparse porque no sabía si podría acostumbrarse a la pérdida del calor de su madre y desconocía si tendría miedo a dormir solo. Le temía más a la soledad que a caerse de la cama contra el piso de tierra. A veces el niño dormía con su mano derecha pendulando en el vacío por si algún movimiento durante el sueño le hacía despedirse de la sábana y eso pudiera servirle para apoyarse y contrarrestar el golpe.
La noche en que el niño decidió que al otro día trataría de seguir cada uno de los pasos de su padre soñó que su hermanita había nacido y le había quitado el puesto como muchos vaticinaban y que había tenido que trasladarse a dormir al corral de los puercos en donde tenía que desayunar con palmiche podrido. Cuando una mordida del lechoncito rabuja en sus huevos le despertó se dio cuenta de había tenido una pesadilla y de que todavía no eran las seis de la mañana. Desvelado no tuvo mas alternativa que esperar a que el padre se retorciera en la cama y extendiera su mano zurda tratando de encontrar la caja de fósforos que descansaba sobre el cuero beige del taburete al lado de la chismosa. Para el instante en que se estaba quedando dormido de nuevo sintió el golpe de la mano contra el cuero del taburete y el tintineo del viejo reloj Ottolina. De modo que se desperezó, se apoyó en su codo derecho y esperó a ver qué era lo primero que hacía el hombre al que su madre había enseñado a llamar papi. 
El Hombre de la Ciénaga rayó el fósforo contra la lija de la caja y la llama reverbereó sobre los tres cuerpos durmientes y el hombre se levantó de su posición y se sentó en el borde de la cama. Tenía la espalda peluda y los cabellos de su cabeza comenzaban a crecer porque hacía tiempo que no iba a la barbería de Andrecito Caraevieja en Yaguajay. El hombre se puso de pie y el niño miró sus nalgas firmes y se dio cuenta de que no tenía pelos en la parte trasera de los muslos. Se inclinó hacia su derecha y cogió la lámpara con su mano, Se irguió de nuevo y caminó hasta la puerta que daba a la sala. Entonces la luz se fue extinguiendo y el niño se acurrucó contra la espalda de su madre que no se había despertado con la liturgia del levantamiento del padre. El niño sabía que el padre estaba haciendo el café en el fogón de la cocina y que muy pronto regresaría con un vaso de zambumbia para la madre. A veces, cuando el niño se despertaba, la madre le daba un buchito del brebaje y ello hizo que el niño comenzara a ser zambumbiodependiente desde muy pequeño. El niño recordaba que el padre siempre se levantaba y que no se ponía ropas para salir hasta la cocina pero nunca se había atrevido a espiarlo cuando regresaba porque le daba verguenza mirarlo desnudo a menos que estuviera de espaldas. El niño había decidido que esta mañana su verguenza habría de ser sepultada. De modo que cuando la luz regresó a la sala y se asomó a la puerta del cuarto el niño se levantó desde su codo derecho y miró al padre por sobre la curva de la cadera de su madre. El padre venía con la chismosa en una mano y el vaso de zambumbia en la otra. La luz naranja que producía el petróleo y que se hacía verdad en la punta de la mecha era suficiente para que el niño pudiera ver la cabellera de cada día, la barba naciente de cada día, la exuberante pelambrera del pecho de cada día, la profusa pendejera sobre una picha mucho más grande y más gorda que la suya y sobre dos huevos que al niño se le antojaban muy largos y que se balanceaban como dos guayabas colgadas de una liga colorada del taller del Negro Tata. El niño no pudo evitar caer en la madeja de las comparaciones y se cogió sus genitales entre las dos manos y tuvo la sensación de que lo que había atrapado era un grupo de mariposas acabadas de salir del capullo. Debe de ser porque él es más grande, pensó.
El hombre dijo "Niña, coge la zambumbia" y la madre se revolvió sobre la marca de la sábana, se sentó y casi a tientas alcanzó a sujetar el vaso de cristal con sus dedos soñolientos. Como cada mañana, comenzó a soplar el líquido porque siempre llegaba muy caliente. Bussssjjjsss, hacía entre sorbo y sorbo, mientras lo cambiaba de manos y lo remeneaba en círculos. El padre siempre esperaba de pie frente a la cama. Cuando el niño calculó que se estaba acabando la zambumbia dijo "mami, dame un poquito" y entonces el padre cayó en la cuenta de que estaba en cueros y se sentó de urgencia en el borde de la cama. El niño imitó a la madre con los soplidos sobre el borde del vaso. "Ya está tibia, Luisín, tómatela", le dijo. Como el niño sabía que el padre no se levantaría del borde de la cama hasta que él no simulara estar dormido le dio la espalda a la madre y el padre cogió el vaso y salió del cuarto de nuevo con sus dos manos ocupadas. La madre se dejó caer otra vez sobre la colchoneta porque sabía que disponían por lo menos de una hora hasta que el Hombre de la Ciénaga regresara con la leche en el Cubo Número 8 de ordeñar.
El niño no se había dormido esta mañana. La madre se levantó, se puso su vestido y su blusa, que colgaban del espaldar del taburete, se calzó sus zapatos Espor que descansaban debajo de la cama y después de acomodar la sábana ligera sobre el cuerpo del niño salió de la habitación. Se cepilló los dientes con pasta Perla y se lavó la cara en la palangana del patio norte y se la secó con el trapo que estaba colgado en el varal de la puerta. Cuando se disponía a salir por la leña que calentaría el fogón el niño se apareció en el comedor.Y qué haces levantado Rudesindo, le preguntó. No tengo sueño y hoy quiero desayunar con ustedes. Está bien, pedacito de hombre, ya tu papá debe de estar al llegar. En el patio sur quedaban dos o tres trozos de madera seca. Consígueme unas tusas y algunos gajitos secos de bienvestido, hijo, que se acabó la leña, le pidió la madre. El niño salió hacia la mata de chirimolla en donde estaba el tusal desgranado y continuó hasta la cerca para recoger primero los bienvestidos secos. Cuando regresó la madre refulgía delante de la candela y él mismo vertió las tusas sobre el fuego. Cuidado, qué te quemas, dame acá los gajos. El niño le fue entregando cada gajo de bienvestido y ella los fue echando sobre las llamas. Sabía que el padre llegaría de un momento a otro y por eso estaba segura de que no desperdiciaría la leña. De pronto se oyeron los pasos cortos del padre sobre la yerba fina del patio sur y el sonido que hacían sus zapatos sobre el piso de tierra del comedor. Apúrate, Rafael, que casi no hay leña, dijo la madre. El Hombre de la Ciénaga depositó el Cubo Número 8 sobre la base de tierra encenizada del fogón y la madre vertió la leche espumosa en el caldero de aluminio de hervirla y colocó el Cubo sobre el fregadero, boca abajo, para que escurriera. La leche tenía que hervir dos veces antes de que la madre considerara que estaba lista para preparar el café con leche y al niño le gustaba mirarla echar las espumas en el platillo descontinuado que estaba a sus pies para que el gato se la tomara. El gato terminaba con sus bigotes blancos y al niño se le parecía a Pablo Alfaro, el hombre de la cabeza blanca en canas  que era el padre de Yeya, la esposa de Tío Neno, y marido de Antonia Coronel, la señora que no se cansaba de decirle a todo el mundo que el hijo de Rafel era el muchacho más lindo que había visto en su vida. Laniña echaba casi toda la leche hervida - aproximadamente un litro - en una lata de pera, le agregaba el café caliente ( el padre no se caracterizaba por ser un hacedor de café fuerte, como tinta ) y remataba el desayuno con algunas cucharadas de azúcar negra. Siempre tenía mucho cuidado de colar la leche en el colador de embudo metálico dorado destinada al padre y al hijo porque a ellos no les gustaba ver ni una sola pizquita de nata en su leche. Por eso después de servirles ella se preparaba su propio desayuno y se banqueteaba degustando toda la nata de la leche. El padre y el hijo desayunaban sentados a la mesa, en donde generalmente había galletas de agua del Brazo Fuerte de Caibarién o galletas gigantes traídas en algún viaje de Tomasón desde Santiago de Cuba o quizás algún cangrejito viejo de los que traía cada cierto tiempo el Viejo del Pan desde el pueblo. La madre tomaba su desayuno recostada contra el vano de la puerta que llevaba a la cocina. Cuando se les había ido el sabor del desayuno los tres se enjuagaban la boca y la madre se iba hasta el fregadero para lavar las vacijas con Fap y un estropajo de arique de yaguas, sin apuros, porque le leche de vaca tenía un olor muy penetrante y fuera del instante del desayuno no era muy agradable que se dijera. En esa época el Hombre de la Ciénaga no tenía reses propias y siempre se quedaba con un litro de leche de las vacas de la Abuela. Las vacas de la Abuela satisfacían a todos los hijos. El Hombre de la Ciénaga era el ordeñador por excelencia e incluso muchas veces era solicitado por los dueños de vaquerías para que les hiciera el trabajo. En casa del Hombre de la Ciénaga tenían con un litro de leche porque el padre y el hijo solo la tomaban por la mañana y la madre necesitaba un buchito quizás por  el medio día para mezclar con harina de maíz o con arroz quedado del día anterior. Cuando los dueños de vaquerías le regalaban una botella de leche al Hombre de la Ciénaga, casi siempre se la tomaban los puercos en caso de que no llegara alguien a la hora del desayuno o la gente de Mikel y Mary no dispusieran. Rafael, no hay leña para hacer el almuerzo ni para hervir la ropa, dijo la madre. Ya lo vi, primero voy a  la loma y después me pongo a arar. El niño pensaba recordarle al padre que hoy era el día en que lo iba a montar en el arado pero en vista de que ello se iba a demorar como dos horas decidió pedirle que lo llevara con él a buscar leña. Hoy pienso subir por otra vereda, un poco más arriba, así que a lo mejor te cansas, le dijo. Hasta dónde llegarás, hasta la finca de Venancio o hasta Mochócolo, preguntó el niño para darle a entender que podían llegar hasta Buenavista y  que él no se cansaría para nada. No tanto, Conocedor de la Loma, llegaré hasta la tumba de piedras del muerto en donde hay un dagame que ya debe  de estar seco. Eso está ahí mismito, papi, llévame. El padre miró a la madre. Luisín, no tienes zapatos de andar y no quiero que vayas descalzo. Mami, si siempre ando descalzo. Sí, cabezón, pero por los caminos y sobre la yerba, en donde no hay adormideras con espinas ni piedras afiladas ni gusanos miones que te dejen las patas más cloloradas que cresta de gallo. Ni muertos que puedan salir de sus tumbas y hacerlo cagar de miedo, matizó el padre. Yo me sé cuidar, anda papi, llévame contigo, que si sale el muerto tú lo tasajeas con el quimbo. De modo que el padre se colocó la vaina del machete Colling en la cintura y cogió el saco de azúcar de cargar leña que estaba dentro del tanque de 55 galones en la esquina noreste de la sala. Está bien, vamos, pero si empiezas a llorar te voy a coger por el cocote y te voy a lanzar conta la finca de Los Curros. Déjame llevar un saco a mí también. Para qué, para acostarte a descansar cuando los gusanos miones te hayan puesto las patas como carne de melón o para zambullirte en él cuando el muerto te toque el culo. No, para yudarte a traer leña. La madre le acarició la cabeza. No lleves ningún saco, tráete algunas varitas sobre tu hombro, pero solo cuando estén en el potrero de Gucende, no vayas a bajar la vereda cargado.
El padre salió por la puerta norte y el niño lo siguió. Pasaron por delante de la mata de limón y cogieron el trillo que llevaba hasta la cerca oriental del potrero de Gucende. El padre se agachó para pasar entre los pelos de alambre y cruzó sus dos piernas sobre el pelo de abajo y agachó la cabeza para evitar ser cortado por las orejitas del alambre. El niño sabía que tenía que esperar a que el padre pasara sus dos manos sobre el pelo superior y lo tomara por debajo de sus axilas y lo levantara sobre la cerca y lo depositara suavemente sobre la yerba del potrero. Cuando podré pasar igualitico que tú, le preguntó. Cuando esas patas de tomeguín del pinar que tienes crezcan lo suficiente para que no dejes tus huevos en el alambre. Cualquier día voy a arrancar a correr como un guineo desde la casa y le voy a pasar por arriba a la cerca de Gucende. Cómo no, campeón, en cualquier momento, si ya sé que brincas como un chivo. Tú verás. El padre decidió atravezar el potrero de Gucende y se dirigió hasta la cerca deshabilitada que separaba el gran potrero en dos mitades casi idénticas. Entonces cogió por debajo de los jobos y de las guásimas y de los viejos bienvestidos y se dirigió hasta la vereda de la mata de mamey amarillo. El niño observaba a occidente y recordaba que la casa que se veía a lo lejos era la de Domingo Chipusia, el isleño marido de Aurelia y padre de Tico, el novio gigante de la prima Milagros, una casa casi idéntica a la de Pepe Siverio que había hecho el mismo famoso carpintero poco después de haber levantado la suya. A veces, cuando iban a pie a la casa de Tía Obdulia pasaban por la casa de Domingo y Aurelia casi siempre les daba café a los padres y a él plátanos manzanos maduros, tiguiritos, con sus pinticas negras que le dejaban un sabor único e irrepetible en su boca del alba. A veces él se ponía sobre el brocal del pozo y le daba a la bomba para arriba y para abajo hasta que el agua comenzaba a salir del tubo anaranjado y entonces miraba para la casa y detenía el juego porque no le gustaba que lo fueran a sorprender y se preguntaba que por qué en su casa no había un pozo como aquel, en donde no se veía el agua y no se necesitaba soga para halar el cubo. De pronto el niño se dio cuenta de que habían llegado hasta el faldeo de la loma y se puso a buscar mameyes amarillos en el suelo de la mata. No pierdas el tiempo, niño, todavía estan movíos, casi en flor, y así verdes no hay quien le meta el diente. Quiero que me tumbes uno cuando viremos para comérmelo con sal en la casa. Lo que vas a coger es un empacho que ni Nata te lo podrá quitar aunque te reviente la barriga halándote los pellejos. No me pasará nada, lo masco bien. Bueno, veremos a ver qué pienso cuando viremos, anda, coge alante para empujarte por el culo si veo que te caes. Por esta vereda nunca habíamos cogido. Te lo avicé, no habías cogido tú, leñero de mierda, porque siempre te llevaba por la menos inclinada, ahora me demostrarás que puedes subir por esta. El niño subió unos diez metros sujetándose de las piedras y de los árboles del camino hasta que las piedras se acabaron y los árboles comenzaron a alejarse. Así que puso las palmas de sus manos sobre el camino empedrado y comenzó a gatear la vereda. El padre lo empujaba por sus nalgas y el niño no decía nada. Hasta que su ascenso se hizo muy lento y el padre se adelantó y lo cogió de la mano. Arriba. campeón, un poquito más y llegamos a terreno llano. Cuando la vereda torció a la derecha y se extendió por el monte llano el niño respiró despacio y dijo "lo que nos quedaba era una chinguita de vereda". Claro, casi nada, si te di la mano porque hacía días que no te saludaba. Está bien, tuviste que ayudarme, yo también te he ayudado a coger a los pollos jíbaros. No, si no yo no he dicho nada, eres un fenómeno, la próxima vez vendrás tú solo. Eh, y vengo, yo no le tengo miedo al monte. El padre lo miró, sonriendo. En serio, le preguntó. Bueno, está bien, un poquito. Ah, así se habla. Cuando el padre se dirigió al dagame seco por entre el bosquecito de yayas derechitas como vela el niño se restregó las manos contra el pantaloncito de caqui y se las miró. Estaban sucias y marcadas por las piedras de la vereda. Le ardían mucho, Pero no dijo nada. Espérame ahí, no te muevas que hay mucho gusano mión por aquí y estoy viendo un panal de avispas que parece una guitarra colgando de su palo. El niño se sentó sobre una piedra y buscó una alfombra de hojas secas para depositar sus pies descalzos. Estaba cansado y aunque ya no respiraba como un perrito exhausto, decidió no contradecir a su padre. Observó a la pareja de caracoles caminado su viaje eterno pero no era muy amigo de las babozas y las dejó seguir. Los sinsontes cantaban con notas alegres y él pensó que seguramente las sinsontas estaban echadas. Como no había cagarrutas de jutías no miró hacia la copa de los árboles.
El padre había llevado un hacha de cabo corto y el niño observaba como rajaba los pedazos de dagame golpeándolos con el filo y después les quitaba las gusaneras del centro y las cáscaras podridas con el machete y los iba echando en la saca de azúcar. Cuando la saca estuvo llena el niño se dio cuenta de que se le había quitado el ardor de las palmas de las manos y le dijo al padre que le buscara algunas yayas secas para ayudarle con la leña. Sííí, y cómo carajo vas a bajar la vereda cargado si casi te cagas al subirla. Pienso bajarla con un palo que me sirva de bastón para apoyar el cuerpo y con la mano libre me aguanto los palos en el hombro. Al padre le pareció una idea genial y ni siquiera se asombró porque ya estaba acostumbrado a las cosas que se les ocurrían a su hijo y pensó en que el único bastón que habría visto el niño sería el del viejo Tomasón en casa de la Abuela Queta. De modo que salió al camino del monte llano y le dijo que lo esperara allí y caminó al oeste en busca de algunas ramas ligeras para que él las llevara sobre sus hombros. Había un zuzergato en una rama de siguaraya y el niño le tiró una piedra y le dio una patada a un gusano mión chiquito que se estaba acercando a sus pies desde el este de la piedra. El padre regresó con dos varitas de dagame sin cáscara y con una rama más gruesa de mierda de gallina y le dijo que se levantara. El niño se puso de pie y el padre le colocó la carga sobre su hombro derecho. A ver, sujétala bien y olvídate del bastón que nos vamos por la otra vereda. Si no pesa naíta, papi. Sí pesa, es que estás muy fuerte y ya tienes más fuerzas que yo. El niño se echó a reír. No me adules, papi, porque de todas maneras me tendrás que tumbar un mamey amarillo pintón. El padre dijo "qué dijiste, hijo, no me qué". Que no me adules. Qué quiere decir eso. Que me dices cosas en las que no crees para que me siente bien y si creyeras en ellas no me las dirías. Coñoój, pensó el padre. Quién te enseñó esa palabra rara. Ventoso se la dijo a Benigno el día que estaban haciendo una ranfla en el pozo ciego para sacar a Jovellanos que se había caído y el viejo le decía al gallego que él sí que sabía hacer ranflas para sacar animales caídos en los pozos y Ventoso le dijo que se pusiera a trabajar y que no lo adulara más. No tienes más fuerzas que yo entonces. Así es mejor, papi. La otra vereda apenas tenía inclinación y la única dificultad para bajarla era la gran cantidad de piedrecitas que había durante todo el trayecto. Cuidado no resbales, le dijo el padre. No, papi, si voy por la orilla, qué buenas están estas piedras redonditas para el tirapiedras. No te vayas a agachar, niño. El padre iba delante con el saco lleno de leña seca sobre su espaldar derecho y el niño veía como las puntas de los palos se marcaban en todo el saco y sintió mucha pena porque sabía que seguramente le estarían dañando la espalda. Cuando llegaron al potrero el padre le preguntó que si de verdad quería el mamey pintón y el niño le respondió qué claro y el padre le dijo que lo esperara debajo de la mata de mango macho que él iba por el dichoso mamey pero cuando llegó a la mata el niño estaba detrás de él. Tú no sabes cuales son los mameyes amarillos pintones. No, y por qué, a ver. Porque tú solo sabes de mameyes colorados y yo tengo la ventaja de coger los amarillos en la mata de Tiocuso cuando vengo de la escuela. Entonces mira para arriba y dime cuál quieres. El niño levantó la cabeza. Aquél que está solito en grima en el final del gajo que da para la casa de Domingo Chipusia. El padre cortó una rama mediana de guamá y la trozó en tres pedazos. El segundo disparo tumbó al mamey. El niño lo cogió del suelo y dijo que le había dañado la cáscara con el golpe y empezó a comérselo allí mismo. Oye, no dijiste que te lo pensabas comer con sal. No, así es lo mismo.
Como el padre tenía sed decidió no coger por el camino de la cerca deshabilitada y se fueron a la casa de Peperramos por un trillo estrecho que pasaba por debajo de las dos matas de mango macho. Ahora la cerca oriental de Gucende estaba desbaratada y el padre y el hijo la pasaron sin dificultad. La casa de Peperramos estaba en la esquina noroeste de la finca de Gaby y era casi idéntica a la suya excepto que daba la impresión de que nunca la habían terminado. Había un pozo ciego medio derrumbado y una mata de mamey colorado mucho más pequeña que la de su casa. Caridad les dio dos latas de leche condensada con agua fresca del pozo de Mikel y el Hombre de la Ciénaga le preguntó "hay o no hay" y Caridad sabía que se estaba refiriendo a si había café o zambumbia. Nada, Rafael, ni siquiera guanina o agua de culo, quieren una limonada. El niño dijo que no porque estaba repugnado con el ácido  del mamey amarillo y preguntó por los Cagatrillos y por Maricel. Están para la casa de Belillo, dijo Caridad Navarro. Entonces padre e hijo continuaron por el camino que llevaba hasta la casa de Gaby, alejándose del potrero de Gucende. Pedrón estaba chapeando los alrededores de la casa y cuando vio a Rafael le picó un Veguero. Mary tiene la lata montada, espérate por el café, le dijo. Así que el Hombre de la Ciénaga desmontó el saco de leña y lo puso contra la pared oeste y entró a la cocina de Mary por la puerta norte. Hay o no hay, preguntó. Ya casi está, dale una voz a Laniña para que la coja calientica. El niño repitió la escena de cada día y enseguida que se topó con el jarro de  aluminio lo metió en la tinaja para llenarlo de agua fresca del pozo de Mikel. Se asomó a la puerta del comedor con el jarro en la mano y Gaby lo vio. Ya vino el pato a beber agua, dijo. El niño regresó a la cocina, acabó de beberse el agua y siguió comiéndose el mamey amarillo mientras jugaba con el molino de café que estaba adosado a la pared norte. No, no llames a Laniña, mejor llévale un poquito de zambumbia, que con ese barrigón casi que no debe caminar ni hasta aquí, dijo Mary. Cuando el padre y el hijo llegaron a la casa Laniña estaba soplando unas tusas de maíz que casi se apagaban en el fondo del fogón. Rafael sacó dos leños potentes y los metió en la canal. El niño cogió la botella de luz brillante de la esquina de la cocina y vertió un chorro sobre los leños, El fuego se avivó y Laniña dijo que iba a poner la lata de aceite de comer con agua a calentar porque pensaba hervir la ropa esta mañana. Yo te pico el jabón amarillo en pedacitos, mami. Está bien cariño, cómo te fue en el viaje a la loma. Bien. Cuántas varas traíste en el hombro. Tres. Bueno, gracias. Pero las bajé solo por la vereda de Peperramos. La madre miró al padre. Esa es una vereda sencilla, por ella baja hasta la Negra Andrea. Claro, si hasta tú pudiste bajarla con ese saco que pesaba menos que guata de ceiba. Después que terminaron de celebrar la salida del niño el padre le amenzó con un tapabocas por ser tan malcriado y la madre le dio un caramelo rompequijada. Para que botes ese pedazo de mamey amarillo que terminará por empacharte, dijo.
Cuando el niño salió al patio vio al padre que se dirigía al río y se dio cuenta de que ya estaba del otro lado del cocal. De modo que arrancó a correr y le cayó detrás. Porque sabía que el padre iba a buscar a los bueyes para dar el segundo yerro en el centro de Marzo a una tierra que debía estar lista para la siembra del maíz de primavera.  Tumbaga y Jovellanos estaban amarrados en el borde sur de la poza del río que estaba a la derecha del pasamanos en un sitio que correspondía a la finca de Gaby. El padre cruzó sobre la palma y sacó las gazas de las sogas de las barretas que estaban clavadas en el borde del río y acercó a los bueyes hasta su cuerpo y les zafó el narigón y comenzó a caminar con ellos detrás hasta la ranfla que bajaba hacia el río desde la finca de Gaby. Allí los soltó y los bueyes cruzaron solos el río que estaba con bajo caudal porque todavia no se había destapado la primavera y cuando los animales llegaron al otro lado el padre ya los esperaba y los volvió a coger por los narigones. Yo te los arreo, papi, dijo el niño. Pero no te acerques, que pueden patearte. El niño había arrancado un gajo de bienvestido y los amenazó con golpear sus ancas. Los bueyes se despavilaron. Papi, de dónde a dónde vas a arar hoy. De dónde a dónde aré la última vez. De la casa al río. Pues ahora tiene que ser al revés. Ahora vas a cruzar la tierra. Claro, ingeniero agrónomo. No te has olvidado que hoy tienes que montarme en el arado, eh. No lo he hecho y sabes que te montaré. Pero quiero que me montes escarranchado y no de lado como una mujercita. Eso lo veremos.
El padre dejó a los bueyes atados por sus narigones debajo de la mata de mamey colorado y se dirigió a la casa. Déjame los frontiles, papi, que yo te los traigo, dijo el niño que al fin había acabado de comerse el mamey amarillo. Sin sal.


Glosario mínimo.

- Chismosa...Lámpara campesina que se fabrica con una vacija de lata y una mecha interior bañada en petróleo.
- Rudesindo...Personaje cómico de la radio.
- Venancio...Vecino que vivía muy adentro del bosque.
- Mochócolo...Sitio del bosque alejado del llano.
- Buenavista...Pequeña población que estaba después del fondo del bosque, algo alejada, en donde había algunos médicos famosos.
- Tiguiritos...Muy maduros.
- Chinguita...Demasiado poco.
- Suzergato...Ave pequeña que vive en maniguas y plantas bajas.
-Siguaraya...Planta mediana, con propiedades místicas para algunos campesinos. Benny Moré le cantó.
-Benigno...Otro de los vejetes que vivían en casa de Los Gocéndez. Se decía que era pariente de la bella Adolfina. Famoso por su genio y por su disposición de entrar en broncas al primer pretexto.
-Guanina...Planta pequeña, que pare cajetas llenas de granitos negros diminutos. A raíz de la escacez de café, después de los destrozos del ciclón Flora en 1963, la gente tuvo que molerlos para intentar suplantar al café o para mezclarlos. Se podía pasar...a regañadientes.
- Maricel...La hermana mayor de Los Cagatrillos.
- Pico, picar....Pedir un cigarro constantemente.



Westchester, Miami, Usa.
Luis Eme Glez.
Mayo 15 del 2015.

1 comment:

  1. Luisma, no puedo creer que te acuerdes de todo eso....algo debes de inventar.

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